Se caracteriza la obra poética
de José Lezama Lima por el dominio de una retórica grandilocuente, tal vez
inútil y pretenciosa, por un lenguaje culto y refinado, mendazmente poético, y
por el abuso de asociaciones llamativas de palabras –como mandan los cánones
gongorinos– y por los frecuentes deslices rítmicos –como desaconsejan los
cánones gongorinos.
No en vano se le ha concedido al cubano el
título –nada envidiable– de heredero de la poesía de Góngora. De ahí su
apariencia de gran poesía que –lo reconozco– da el pego. No hay peor gran poeta
que Góngora, que el Góngora oscuro denunciado por Cascales. A pesar de que el
profesor Dámaso Alonso se empeñara en hacer digerible al retórico cordobés y
ponerlo al alcance de los alumnos y de los profesores de bachillerato,
intentando hacernos creer que Góngora era claro, los medios utilizados por el
autor de Hijos de la ira ponían en
evidencia que eso de la claridad gongorina no se lo creía ni él mismo. Porque
si en efecto Góngora era tan claro ¿para qué perdió Alonso el tiempo en
paráfrasis, traduciéndolo en prosa? Se trataba, evidentemente, de una excusa.
Góngora era oscuro y sombrío. Los poetas que en su árbol genealógico literario
tienen a Góngora como antepasado son tan oscuros y sombríos como él. Lezama
Lima es uno de esos poetas.
El poeta no puede ser sólo un jugador de
palabras, ni un ser aburrido que se entretiene barajando las palabras y
lanzándolas al aire. El poeta juega solitario delante de los lectores; y ha de
atenerse a unas reglas que sólo podrá transformar justificando las
innovaciones, desdeñando la gratuidad de una fullería al no sentirse observado,
o al despreocuparse de que los que le observan –le leen– también son parte
–pero siempre pasiva– del juego.
No estoy postulando una nueva poesía
comprometida. Estoy abominando de una poesía que se jacta de ser artificiosa y
que en sus simples artificios yergue su consistencia. Precisamente porque la
naturaleza de la poesía le impone artificio, no se ha de empeñar en
demostrarlo, excediéndolo, sino ha de buscar lo contrario: tender a la difícil
naturalidad para singularizarse. Exceder el artificio está al alcance de
cualquiera que se arme de la suficiente dosis de paciencia para aburrir al
prójimo y cuente con un mínimo de cultura y con dos o tres diccionarios de
sinónimos. Sin claridad no hay naturalidad. Y los versos evanescentes –los de
Lezama lo son– no son claros ni naturales.
A poetas como Lezama Lima –que encima no
dominan el ritmo del poema– se les nota demasiado la técnica que utilizan. Y se
les nota además que cojean de aquello que hace irresistible a un poema: la
autenticidad. Auténtico se puede ver desde la ficción o desde la experiencia:
en cualquier caso al lector ambas alternativas se reducirán a un resultado.
Depender de recursos meramente retóricos hace que el poema se convierta en un
simple ejercicio de fabricación. Poemas en serie, como zapatos o coches.
Cuando los recursos retóricos privan sobre
los demás: abur poesía. Lo peor que le puede suceder a una obra poética
(después de que esté influenciada por los novísimos o por la poesía del
silencio) es que se le note desde lejos que fue compuesta por mero afán de
sorprender. La sorpresa no se busca en poesía, se encuentra. Recursos meramente
artificiales difícilmente pueden sorprender. Lezama, un tipo muy culto, fue un
jugador de oscuridades, un experimentador del lenguaje. Mas los experimentos
sólo sirven en el arte de los cócteles y en la química. En poesía más bien
poco. ¿Góngora el gran experimentador? Quizá por eso sea intragable. Juan de
Jáuregui, en el Discurso Poético en
el que torteó al gongorismo, dijo que “la ciega plebe se alarga en llamar
cultos los versos más broncos y menos entendidos”. Lezama no busca que
entendamos su poesía, pero pocos lectores habrá que no busquen entender lo que
leen (a no ser que esos lectores sean poetas de la estirpe de Lezama). Lo que
hoy en día se denomina finústicamente “poesía culta” no suele ser más que un
ejercicio vanidoso de pedantería y ostentación repugnante.
Lezama ¿un maestro? No sé. Más bien un gran
vasallo de un vacuo señor. Dos volúmenes contienen todo el plomo de su poesía,
de su “gran poesía”. Un festín para profesores con aspiraciones exegéticas, y
un coñazo para todo el que busque divertirse, pasarlo bien o emocionarse con la
lectura.
(El plomo de la gran poesía, Revista Renacimiento Nº 2, invierno
1989. Visto
en Neorrabioso Blog)
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