Puede que estemos pagando, con una larga cadena de
equívocos, que dura ya más de un siglo y pareciera no tener fin, el equívoco
genésico que sembrara José Martí, como una banderilla en el lomo de la poesía
cubana. Escribía el maestro en el prólogo al libro Los poetas de la guerra (Nueva York, Patria, 1893): “Su literatura
no estaba en lo que escribían, sino en lo que hacían.” Nos pone el poeta frente
a los ojos el argumento que hemos de usar para negarle razones, reafirmándose
en él con todo el peso de su prosa enorme. Ya en unas líneas anteriores se
había referido a estos versos, escritos “en los días en que los hombres
firmaban las redondillas con su sangre", haciendo ridículo énfasis en una
imagen del arsenal simbólico romántico; para por fin aceptar que “rimaban mal a
veces” e inmediatamente descalificar a todo el que así los viese argumentando
que “sólo pedantes y bribones se lo echarán en cara: porque morían bien.”
¿Quien recuerda o lee hoy a “Miguel Jerónimo
Gutiérrez y Antonio Hurtado del Valle, y José Joaquín Palma y Luis Victoriano
Betancourt, y Antenor Lezcano y Francisco la Rua, y Ramón Roa", como no
sea un estudioso, o alguien para constatar cuán mal rimaban (escribían)
realmente? ¿Cuántos que no “murieron bien”, en el decir de Martí, son hoy
lectura obligada? Juan Clemente Zenea, sobre quien pende la duda de la
traición, que ni siquiera Cintio Vitier pudo borrar en su afán de rescatarlo
para el panteón de los héroes, es un ejemplo de la inutilidad de los argumentos
extraliterarios a la hora de sustentar el merecimiento de los simbólicos
laureles.
No hay que olvidar los falaces ataques desde Lunes de Revolución a los autores de
Orígenes, en que se disfrazaba de "lógico conflicto generacional" una
crítica encausada en parámetros extraliterarios y se justificaba el
resentimiento, la devaluación artera, mezquina y la falta de obra y talento
para hacerla (como demostraría el tiempo en muchos casos), escudándose en “el
interés público". Tal es el caso de Baragaño, que se suicida poéticamente,
ahogado en el lodazal de la retórica revolucionaria, o del olvidable César
Leante, que exhibiendo una precariedad multifacética afirmara: “Muchos de
nosotros no tendremos una obra, es verdad. Pero, ciertamente, la que poseen la
generación de Orígenes está a distancias estelares de ser modelo para otras
generaciones."
La lista sería larga, de casos similares en que se
pretende ir a buscar fuera los que no se encuentra dentro, pero en tal trance,
resulta insoslayable la habilidosa salida de Roberto Fernández Retamar en el
prólogo a Desde mi altura (Editorial
José Martí, 2001) de Antonio Guerrero, el “héroe poeta", juzgado, hallado
culpable y condenado en el 2001 a prisión perpetua por espionaje en los Estados
Unidos. Escribe Retamar, con evidente intención de no meterse en aguas muy
profundas y eludiendo comprometer opinión propia en causa de tan poco valor,
“…me vinieron de inmediato al recuerdo: "Los poetas de la guerra"(…),
que prologó José Martí…", y siguiendo la pauta martiana, útil en grado
sumo, cede una vez más a la tentación de descalificar, como Martí, a quien
pudiese juzgar su dejadez de la lealtad a la literatura para privilegiar
intereses subalternos.
Pero no sólo se abona el cardo desde el poder, se
trenzan muérdagos por laureles en los rincones de la iniquidad personal cada
día, cada hora. La historia de la literatura cubana está llena de elogios de la
pequeñez, de la intrascendencia, de la falta de talento agazapada detrás de la
ausencia de pretensiones, de la libertad de expresión, o de ser sencillo o
auténtico. Bajo este proceder, podría justificarse cualquier cosa. Podrían
acuñarse argumentos ad hoc para
reconocer dones líricos a un batracio, transfigurándolo, melena y espadín
incluidos, en un docto príncipe renacentista. Ser un hombre entraña la grandeza
(basta de falsas modestias rastreras) de reconocerse parte de una civilización
que se levantó definitivamente de la tierra en que intercambian venenos las
alimañas. Ser poeta puede incluir un grado más de responsabilidad, pues hacia
él han de volverse los hombres, descreídos de dios, del poder, y de la
existencia, en busca de una palabra, la primera o la última, no importa, que
les aliente para no retroceder a la miseria en que sobreviven las bestias.
(Elogios a la
nada. Blog La Primera Palabra, enero 2010)
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