La “fotografía de escritor”, un género con el mismo
grupo sanguíneo del retrato, facilita también una posible hermenéutica del
texto. Parece descabellado y extraliterario, pero funciona. Pensemos en las
imágenes de Wendy Guerra desnuda —made in Mordzinski— como una anticipación de
su literatura selfie. Vemos esas
fotos hermosísimas en Soho y luego tenemos la herramienta precisa para leer Ropa interior. Esos desnudos tienen el
rol de asegurarnos un protocolo de lectura. Es más, en algunos casos creo que
la literatura de Wendy no es más que un intento desesperado de lucir a la
altura de sus propias fotos, de poder habitar aquel imaginario que no se
consolida del todo en su prosa. Wendy Guerra escribe con la cámara frontal del
iPhone como si su smartphone fuera el
espejo de Stendhal.
Pienso en un escritor como Pedro Juan Gutiérrez,
concentrando pavorosamente sus fetiches cosméticos: el ron, el tabaco, los
collares religiosos, su tatuaje, la azotea de un país en ruinas (Cartier
Bresson habría hecho una fiesta con este muchacho), para fundirse con aquel
universo de mártires y héroes amalditados de su Trilogía sucia de La Habana.
En Leonardo Padura fotografiado en Mantilla,
tratando de ser un escritor empático, alguien que escribe desde un barrio
parecido al nuestro.
(Literatura
selfie. Revista El Estornudo, mayo 2016)
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