“Intentar derrocar con violencia un sistema que hemos
construido nosotros mismos sería muy incoherente”. Eso ha afirmado la inefable
Wendy Guerra con motivo de la presentación de su libro ‘Domingo de Revolución’.
Y yo me quedo a cuadros. ¿Cómo es posible que una escritora nacida en 1970
—cuando ya todo en Cuba estaba destruido y no había nada que construir como no
fueran más cárceles y las ergástulas conocidas como ‘escuelas en el campo’— se
responsabilice graciosamente con la implantación del totalitarismo en esa isla
desdichada?
Yo mismo, que tenía siete años en 1959, nada tengo
que ver con el desastre castrista. Como tampoco mis mayores, mis vecinos o
ninguna persona que conozca, aunque hayan sido revolucionarios o fidelistas. Si
algo se le puede excusar al pueblo de Cuba —sin por ello olvidar su pasmosa pasividad
y capacidad de aguante— es el no haber votado nunca por ninguno de los dos
Castro, ni por el comunismo, a diferencia de Venezuela, en elecciones u otro
tipo de consulta popular que puedan calificarse de mínimamente libres.
Fidel Castro no contó absolutamente con nadie— ni
siquiera con sus ministros y colaboradores cercanos, a no ser un reducido grupo
formado por los más radicales entre los radicales— para imprimirle un rumbo
comunista a su revolución. Fue una decisión suya y solo suya, totalmente suya y
nada más que suya. Si él no hubiese deseado copiar el modelo soviético al pie
de la letra, nadie se le hubiera opuesto y lo habrían aplaudido igualmente a
rabiar. Y quizás otro gallo nos hubiera cantado.
Por otro lado, en Cuba no se construyó ningún nuevo
sistema que merezca tal nombre, como afirma la narradora con frívola
complicidad. Allá se destruyó hasta el mínimo detalle el sistema que existía
antes y que, sin ser perfecto, funcionaba razonablemente bien. En su lugar se
sistematizó el caos económico-administrativo, junto con el odio envidioso y la
represión más brutal. De ahí que el empleo de la violencia para derribar ese
régimen tenga plena justificación.
La resistencia contra cualquier tiranía está
histórica y moralmente justificada. Otra cosa es que, en la situación cubana
actual, la lucha armada no resulte factible. En ese país no hay ni donde
comprar una escopeta marca U (de esas que usaban en tiempos de mi niñez para
cazar codornices y palomas rabiches). Y el que la conserve de antes, escondida
en un clóset de tarecos viejos inservibles (en Cuba se guardan hasta los
envases desechables), no tendría donde comprar la munición.
Es que ni siquiera serviría la carabina de Ambrosio,
el famoso bandolero sevillano, porque este, en vez de utilizar pólvora, cargaba
el arma con cañamones (un alimento para pájaros que en la Cuba del eterno
no-hay se encuentra solo en la shopping de los ornitólogos y espiritistas
autorizados).
Wendy Guerra podrá cambiarse el apellido y el nombre
para renombrarse Irene de la Paz, y nada logra con ello. En Cuba no se permite
ni siquiera el irenismo (pacifismo a ultranza) si es contrario a la línea del
castrismo.
(La inefable
Wendy. Neo Club Press, abril 2016)
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