Se me ocurre una sola razón para publicar antologías
en Cuba: la polémica. En un país donde la literatura es algo que hay que
resucitar a diario, hacer una compilatoria —no importa el tema— es un modo más
o menos seguro de conseguir algo de revuelo mediático y romper la inercia
insular. (Las antologías son “máquinas de hacer prensa”, decía Fogwill.)
Desde aquel disparate intitulado La generación de los años 50 (Letras
Cubanas, 1984) —donde Luis Suardiaz & David Chericián cambiaron a Roberto
Friol por Frank País y a Heberto Padilla por Raúl Gómez García, es decir:
poetas por patriotas— hay una larga tradición nacional donde las antologías son
bombas de racimo en una guerrilla literaria que ha dejado mutilados y muertos
en el camino. Escenarios de DotA. Porque hasta la más académica de las
compilaciones (pienso en aquellos tomos de Leonardo Sarría, Golpes de agua, sobre la poesía
cubana de tema religioso) ha provocado alguna que otra herida en la piel de los
autores nacionales. Sin ir más lejos, el poeta Oscar Cruz —gestor de The Cuban Team: los once poetas
cubanos— recibía hace un par de meses una florida réplica escrita por Yoandy Cabrera.
Varias razones motivaban la ira de Cabrera —“el uso de los artículos
determinados (the y los)
en el título […] del ejemplar en cuestión”; la autoinclusión de Oscar Cruz
“dentro del team con plena
consciencia de ser parte de lo que él llama ‘coalición’”; un error de cálculo
en la página 9; que Oscar Cruz no explicara o, mejor dicho, no explicara
suficientemente bien, según Cabrera, su criterio de selección; que pueda
interpretarse que “Oscar Cruz es hoy a la poesía cubana lo que Leo Messi al
Barça”—, pero es una ira algo aleccionadora del espíritu del género, las ronchas
en la piel sensible de turno. Una dermatitis de contacto.
Por otro lado, dejando los conflictos aparte, se
trata de una curiosa —y algo torpe, a ratos— tradición nacional: nuestras
mejores antologías literarias son aquellas que hacen de sus imperfecciones un
ejercicio de estilo, capturando estados de ánimos, consignando errores o
vanidades y valentías para la posteridad. Hay de todo en eso. Efectos diversos:
la voluntad generacional y marketinera de Orlando Luis Pardo Lazo en Cuban in Splinters (O/R Books, 2014); la minuciosa
territorialidad de Como raíles
de punta (Sed de Belleza,
2012), de Caridad Tamayo, donde el mapa es más importante que el territorio; el
karma de superarse a sí mismos de ciertos escritores autocanonizados en Mañana hablarán de nosotros (Dos Bigotes, 2015); el infiernillo
provinciano de El sol eterno.
Antología de jóvenes poetas holguineros (Ediciones
La Luz, 2009), y un largo y generoso etcétera.
Cada uno de esos textos es una foto sacada a un
presente de nuestra literatura. Ahí están sus vicios desechables, flaquezas,
mezquindades y horrores. Sus modas. Sus guerras. Sus preferencias sexuales.
Están los ejercicios de sobrevivencia, las lecturas del día, las poses y
mohines de nuestro pensamiento, de nuestra ficción y poesía. Pero también está
otra idea de que las buenas antologías son escrituras sin escritura por parte
de los antologadores. Porque no hay nada más osado que escribir una novela o un
poemario con la literatura de los otros. ¿Acaso no fue eso lo que hizo Jorge
Luis Arcos con la poesía de José Kozer en No
buscan reflejarse (Letras
Cubanas, 2001)? Hay cierto morbo en eso. Los buenos antologadores son así,
gente que es capaz de cortar y pegar la obra ajena como si fuera propia,
buscando hilos, oscureciendo e iluminando sentidos, trazando conspiraciones y
descubriendo secretos. Armando complots, en suma. (“A un hipotético
coleccionista de narrativa cubana contemporánea, ¿qué piezas deberíamos
descubrirle? O mejor dicho: ¿hacia qué clase de textos podríamos llevarlo, como
se lleva una presa al desfiladero?”, se pregunta Jorge Enrique Lage en La zona & la mezcla, una
excelente antología de “novela corta de autor” cubana.) Gente que simplemente
supera su silencio con la voz de los otros, que hace de sus obsesiones un kit
para armar. Y esa, por cierto, no es una mala consigna y tiene de algo de
cuentapropista, de hazlo tú mismo.
Las antologías son como departamentos de solteros:
las medias al lado del teclado, la cama sin hacer, las cazuelas mugrientas; uno
conoce la intimidad del compilador. Su
relojería.
El desierto bibliográfico cubano está plagado de
antologías, compilaciones que mueren y son reemplazadas de inmediato, como si
fueran las mascotas que nunca tuvimos. Otros tenían dálmatas o hamsters mientras que nosotros teníamos antologías:
una sucesión larguísima de libros (Jorge Luis Arcos llegó a contabilizar nada
menos que treinta antologías de poetas cubanos entre 1994 y 1999) que durante
más de cincuenta años no cesó, porque, en parte eran, siguen siendo, el regalo
preferido de un padre pobre que no sabía qué carajos regalarle a un país de
hijos sumamente difíciles de regalar. Así, hay antologías cubanas que son guías
telefónicas (pienso enAnuario 1994. Narrativa). Otras que son
muestrarios: cuatro blancos, tres negros, un pinareño, dos gays, un travesti,
un comunista. Antologías teñidas (Poetas de color, de Francisco
Calcagno). Antologías que han desarrollado vida inteligente, con autores
democráticamente elegidos por sufragio (El martillo y la hoz y otros cuentos,
de Rafael “Isliada” Grillo). Antologías sobre gordas (Ni más ni menos gorda,
de Teresa Medina). Antologías superlativas (Los últimos serán los primeros.
Antología de los novísimos cuentistas cubanos, de Salvador Redonet).
Antologías político-administrativas. Programáticas. Homoeróticas. Antologías
cyberpunks. Y mientras escribo esto, recuerdo una página de Meditraiciones, de Jesús David
Curbelo: “me he enterado de que están preparando una antología de poetas con
trastornos cardiovasculares, la cual, sin duda, inaugurará la escuela
poscardiópata en la poesía cubana”.
Pero digan lo que digan, una buena antología —como
la mentada La zona & la
mezcla, de Jorge Enrique Lage— siempre es arbitraria e inútil. Un tipo de
libro insatisfactorio por excelencia. Siempre irónico. Lleno de errores, de
olvidos, de presencias injustificadas. “Una antología”, dice Lage, “si es algo,
es la necesidad inmediata de otra antología. Otros autores, otras historias.
Otras lecturas”. Tiene razón. Pero una buena antología es también otra cosa: un
golpe contra el canon, contra las buenas conciencias de la literatura cubana,
esforzadas como están por mantener la cosmética estúpida de nuestro país.
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