Ya en República Dominicana, Haroldo Dilla se
recicló, sacudiéndose las últimas plumas de pavorreal burocrático, pero
manteniendo y acrecentando su malevolencia congénita. ¿Cómo sino explicar que
cobrase por adelantado al Archivo General de la Nación, RD$80,000, por preparar
una exposición sobre Haití y la frontera, que nunca llegó a entregar? Quien me
comentó lo sucedido, persona que tuvo relación directa con el caso, lo recuerda
como “un canalla”.
Pero este dechado de probidad, que vive dando
lecciones de pulcritud al prójimo y sermonea inmisericordemente a los
revolucionarios del planeta sobre cómo ha de ser la revolución popular; que
pontifica sin parar sobre el socialismo del que hace mucho renegó, olvidando
sus tiempos de autor de manuales doctrinarios sobre el Materialismo Histórico
(lo que por cierto, no figura en la bibliografía autorizada que él mismo
publica, con jabonosa mano); que alababa la participación popular en Cuba en su
libro de 1993, y batía palmas por la democracia cubana ante la agresividad del
gobierno norteamericano, en su libro de 1996, no pudo hallar mejor nicho en el
mercado de la apostasía que transfigurase en un risible ángel vengador de la
izquierda mundial, arremetiendo contra la Revolución, a la que antes jurase
amor eterno, y coincidiendo (¡oh, qué extraordinaria casualidad!) con lo peor
del pensamiento de la contra ilustrada Cuba, y sus dadivosos arropadores del
Norte.
Nada nuevo bajo el sol. Desde tiempos de la Guerra
Fría, los equipos norteamericanos encargados de lo que George Kennan calificó
como “guerra política encubierta”, comprobaron que acarrear para ese propósito
a resentidos, defenestrados, desertores y apóstatas era mucho más rentable y
eficaz que hacerlo con pensadores y escribanos de la derecha hidrófoba. La
Directiva de Inteligencia 13 NSC, del 19 de enero de 1950, del Consejo de
Seguridad de Estados Unidos, no en vano llevaba un título más que elocuente:
“Uso de los desertores soviéticos y de los países satélites fuera de nuestras
fronteras”.
No olvidemos que desde el interior de estos círculos
de “disidentes de izquierda” el sistema fabricó al movimiento neoconservador
norteamericano, tropa de choque cuasi fascista, clan de poder político
endogámico que acompañó en sus agresiones a Reagan y a los Bush, y al que la
humanidad deberá “agradecer”, por carambola, la debacle de Afganistán, Libia,
Siria e Iraq, y esa metástasis monstruosa que es ISIS.
Para apuntalar a este nuevo personaje, Dilla ha
asumido con esmero, retornando a su sueño dorado de ser la viuda de Robespierre
de la perestroika criolla, la fabricación de un irreprochable pedigree
izquierdista, y se pasa la vida metiendo cabeza, e intentando hacerse notar
como vocero de una tercera línea, una supuesta opción socialista-democrática en
la política cubana. Para su desgracia, pocos lo toman en serio, y cuando
alguien acepta polemizar con él, como hizo Carlos Alberto Montaner, es para
burlarse de sus ínfulas catequizadoras y balbuceos.
Desde hace mucho Dilla ha sido plantado por sus
mentores en el frente contra la Revolución cubana, pero también contra la
bolivariana, y todas las fuerzas y movimientos políticos que intenten cambiar,
en la práctica y no de boquilla, la injusticia social reinante, y acometer la
tarea titánica, no de salón, de construir sociedades más humanas. Su misión
incluye, por supuesto, a las fuerzas y figuras políticas dominicanas,
especialmente a aquellas que se destaquen por su apoyo y solidaridad con Cuba y
Venezuela.
(Haroldo Dilla
y el duro otoño de las comadrejas. 7 días, mayo 2016)
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