Abel Prieto cabalga de nuevo. No como el autor de
dos novelitas de cuyo nombre no puedo recordarme. Tampoco como el ex presidente
de una unión de escritores y artistas vendidos al poder más que libros de
autoayuda en feria del libro de la Habana, o de reproducciones de “Naturaleza
muerta con caudillo” en una exposición de arte comprometido con quién sabe qué.
Nunca jamás como aquel ex ministro de cultura, mucho
pelo y poca idea, quien declaró que los poetas como Raúl Rivero podían ser
encarcelados, pero no aparecían tirados a la orilla de una cuneta cualquiera.
Ahora, cual una triste figura política, cabalga como asesor cultural del
presidente cubano.
Como señalara el escritor español Arturo Pérez
Reverte en su artículo “Pajinas kulturales”, del libro Con ánimo de
ofender: “Cuanto más analfabetos son los políticos –en España esas dos
palabras casi siempre son sinónimos- más les gusta salir en las páginas de
cultura de los periódicos”.
Aquí en Cuba sucede también. La diferencia es que
acá se fusionan las líneas, y los escritores y artistas son declarados
políticos por decreto y analfabetos por sumisión. Nuestros
intelectuales-políticos lo mismo escriben o cantan a las autoridades, que
firman un documento para enviar inocentes al paredón.
Por eso no resultan extrañas, aunque sí muy
cínicas, las palabras de Abel Prieto al diario español El País, cuando
expresó: “La idea de que vivimos en un régimen que controla todo lo que el ciudadano
consume es una mentira, una caricatura insostenible en este mundo
interconectado”.
Decir eso de una nación donde sus ciudadanos sólo
están interconectados, contra su voluntad, a oficinas de registros, expedientes
personales, centros de vigilancia, departamentos de seguimiento y control de la
Seguridad del Estado y el Ministerio del Interior, o laboratorios de
criminalística, es un blof.
Resultarían patéticas, si no fueran insultantes, las
aseveraciones que ubican a los cubanos en un elevado nivel de conexión
internacional, cuando aún no se ha saltado la barrera del agro mercado al
fogón, y se censuran películas, prohíben libros, persiguen y decomisan antenas
a lo largo y ancho del país.
Según declaró Abel Prieto a El país, “No vamos a
prohibir cosas. La prohibición hace atractivo el fruto prohibido, el oscuro
objeto del deseo”. Experiencias tuvimos y tenemos suficientes. Desde la
prohibición de escuchar a los Beatles, escribirle a un familiar en el exterior,
hasta el acceso a internet.
Al parecer, entre los lineamientos secretos dictados
a sus cuadros por el partido comunista para remendar la nación, se encuentra la
obligada lectura del poema Los estatutos del hombre, del brasileño Thiago de
Melo, que en uno de sus versos dice: “Prohibido prohibir”. En Cuba, ¿sólo hacia
el exterior?
La realidad es que Abel se contradice. Mientras por
una parte asegura que no vamos a prohibir, por otra dice que “jamás vamos a
permitir que el mercado dicte nuestra política cultural”, cuando se venden
desde los espejuelos de Lennon y la boina del Ché, hasta la partitura del Himno
Nacional.
El escudo estratégico contra la penetración cultural
diseñado por Abel (bajo las orientaciones de Caín: el Estado), es que se
trabaja contra la banalización y la frivolidad, para que la gente sepa
discernir, al parecer, entre los textos “exquisitos” de Baby Lores a Fidel, y
los subversivos temas de Los aldeanos.
Es decir, que disfrazado de una exigencia de
calidad, sigue el control absoluto de lo que consumen los ciudadanos. No se les
prohibirá, sólo se les dará la opción, por el bien de su nivel de apreciación
cultural, de ver o escuchar lo que el ministerio de cultura cubano, asesorado
por el del interior, programe.
Entre las propuestas de Abel contra la banalización
y la frivolidad, se encuentra un paquete que incluye películas como el Halcón
Maltés y Gandhi, el nuevo cine latinoamericano, el Hamlet de Kennet Branag, y
un cóctel sinfónico de Silvio Rodríguez, con la Pequeña serenata diurna,
aquella delirante canción de “vivo en un país libre/cual solamente puede ser
libre…”
Además, se podrá disfrutar del cine de Woody Allen y
otras propuestas que combina “cosas con densidad cultural y material de
entretenimiento”, lejos del racismo y la violencia, como si en los films sobre
mambises, guerrilleros y soldados internacionalistas se peleara con pasteles, y
en vez de sangre, se derramara merengue.
El oscuro deseo del control general por parte del
Estado está intacto. Más allá de los malabares lingüísticos que realizan por
dentro y fuera de Cuba los voceros del gobierno. Y sin negar una mínima brecha
(fortuita) en lo que se consume, aún estamos muy lejos de optar en libertad por
lo que deseamos.
Cuando Abel se pregunta en su entrevista con El
País, ¿qué vamos hacer con El Quijote?, quizás Marino Murillo y compañía le
respondan: Mandarlo a dirigir una cooperativa agropecuaria, asesorado por
Sancho y Rocinante. O, cuando más, ponerlo a regenciar el paladar La Dulcinea
en la isla de Baratijas.
(Políticos por
decreto y analfabetos por sumisión. Cubanet, junio 2015)
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