En esas aguas
mansas, Diálogo con mi sombra —una
auténtica joya del kitsch— luce
bastante menos problemático. Uno descubre, por ejemplo, que Pedro Juan
Gutiérrez es un pésimo entrevistador de sí mismo. Que se comporta como un
obseso de su propia mitología. Que sus recuerdos de infancia son dignos de Conan el bárbaro: “Nos metíamos nadando,
en unos canales inmensos, con mangle rojo en las orillas. Y por el lado de
nosotros nadaban los caimanes y los manatíes”. Que es tal vez el narrador
cubano vivo más leído por la gente que no lee ni el periódico. Que comenzó a
escribir cuentos a los 44 años porque a esa edad ya era imposible hacer lo de
Rimbaud —a los 19 años, con una precocidad genial, el poeta francés ya había
escrito toda su obra—, pero todavía podía hacer lo de Anthony Burgess: triunfar
después de los cuarenta. Que convierte las obviedades biológicas en
genialidades de culebrón: “Yo, de adolescente, todavía no escribía, me
masturbaba”. Que su perfil es exactamente igual al de Rubem Fonseca. Que
escribe libros donde las cifras revelan más que las palabras. Que cinco de sus
novelas cortan Centro Habana en pedacitos y la sirven en bandeja como un sushi. Que piensa y actúa como si el
Premio Calendario no existiera: “No está bien publicar un libro a los
veintitantos y después no saber qué más puedes escribir porque no tienes
experiencia vital, simplemente”. Que se dice a sí mismo todas las noches: no
soy un escritor de best seller, no soy un escritor de best seller, “soy un long seller”. Que tal vez Pedro Juan sea
el más perfecto publicista de sí mismo (“Escribo desde la experiencia personal.
De un modo exhibicionista. Es un striptease.
Me desnudo ante el lector. Y lo seduzco”). Y que cada cierto tiempo, siguiendo
una gramática misteriosa, utiliza la interjección “uff” —toda una visión de un
escritor adulto.
Pero —alerta
de spoiler—, a diferencia de James
Ellroy (que investiga y recrea en My Dark
Places, sin ocultar nada, los últimos días de vida de su madre violada y
estrangulada en 1958 y cuyo asesino jamás fue descubierto), de Roman Polanski
(que narra en Roman by Polanski cómo
un buen día recibió la noticia de que su mujer, la actriz y modelo
estadounidense Sharon Tate, había sido salvajemente apuñalada —16 veces— y
colgada del techo —a dos semanas de dar a luz— por acólitos de Charles Manson),
de Paul Auster (que escribió La invención
de la soledad para desentrañar el supuesto suicidio de su abuelo paterno,
Harry Auster, asesinado, ni más ni menos, que por su propia abuela), a Pedro
Juan Gutiérrez no le ocurre absolutamente nada en Diálogo con mi sombra. Es aburridísimo. Un autobombo espeluznante.
No es que haya que sugerir de paso que fracasar, morir asesinado o ser adicto
es la opción más literaria de todas, pero lo más emocionante que hace Pedro
Juan es llevar la estadística de su propia obra y tener sexo con superabuelas
de 80 años.
Si algo queda
claro después de leer Diálogo con mi
sombra, es que Pedro Juan Gutiérrez no es Charles Bukowski —que inventó dos
tercios del llamado dirty realism—, y
que ni siquiera es Pedro Lemebel, a pesar de intentarlo con muchas ganas en la
portada. (Basta ver las cubiertas de los libros cubanos para saber de qué va
cada una de nuestras editoriales. A la rápida: Letras Cubanas lucha,
preferiblemente, por medio de artistas plásticos muertos o en decadencia; Arte
y Literatura hace usos dudosos o impresentables del photoshop; en la José Martí
campea el mal gusto; Tablas Alarcos prueba con los colores estridentes; Unión
usa todos los anteriores y no se decide por ninguno.) Pedro Juan Gutiérrez juega
así, en el libro, a enturbiarse más que aclararse. Como en aquella película de
Christopher Nolan, Inception, con un
argumento tan inextricable que los personajes tenían que detener la acción para
explicar que todo se trataba de un sueño dentro de otro sueño, en Diálogo con mi sombra leemos cosas como
esta: “Estoy conviviendo con Pedro Juan desde septiembre de 1994, cuando,
juntos, empezamos a escribir Trilogía
sucia de La Habana […] No somos amigos, ni hermanos, ni amantes, ni
compañeros de viaje, ni colegas de esquizofrenia. No. Yo soy yo. Y él es mi
sombra. […] Y además, ha encontrado su propia sombra: John Snake. […] Pedro
Juan Gutiérrez tiene su sombra, que es Pedro Juan y este engendró su propia
sombra que es John Snake”. Sentarse para comprenderlo. El Bukowski tropical
—así lo bautizó un editor español— se vende como laberinto, pero en realidad es
una línea recta.
La idea es
corrosiva, pero creo que Pedro Juan Gutiérrez es el último exponente de un
modelo de literatura cubana que está agotado como género; cierta literatura
cardinalmente habanera, donde la única fuerza de gravedad es la necesidad; esa
clase de narrativa hiperrealista que fue un boom
hace veinte o veinticinco años, quedando por estos días —con la venia de las
editoriales extranjeras— congelada como un artefacto de época. Ficciones —ahora
sin riesgo— que alguna vez necesitamos para construirnos una imagen de país
terminal. Y si Trilogía… es un libro
del hambre (“Me quedé solo […]. Sin muebles, sin dinero, sin comida, sin
nada”), Diálogo con mi sombra está
escrito con el estómago lleno: “Lo cierto es que cada vez me alejo más de ese
caribeño insoportable, machista y grosero. Y me acerco más a los otros dos
[Pedro Juan]. El sofisticado y el místico ganan espacio”.
Para terminar,
la sensación extraña de que Pedro Juan Gutiérrez es un exoesqueleto armado con
lugares comunes, párrafos repetidos, algo de porno; un tipo que suda historias;
que no puede dejar de narrarse, como si ese fuera su único destino: ser persona
o personaje, encarnarse en ficción, hacerse mentira.
Confesión: a
pesar de todo, uno disfruta Diálogo con
mi sombra —porque es un libro engreído, tremendista y lo suficientemente
ridículo como para pasar un buen rato—, del mismo modo que disfruta las malas
películas de terror.
(La biopausia.
Revista El Estornudo, abril 2016)
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