Abel Prieto ha
arribado a la flor de la edad, la cincuentena, como el dios Jano, bifronte, con
la cabeza mitad chea (la de alante), mitad pepilla (la de atrás), conformando
un modelo de peinado que hace parecer a Oswaldo Payá un top model. No mencionaría ese detalle si no
simbolizara dimensiones más profundas de su personalidad y su quehacer como
ministro-escritor.
Hay que reconocer
que en su doble condición hizo el bien mientras pudo. Como ministro, daba
declaraciones que pueden resumirse en esta: "la cultura cubana es una
sola". Como escritor, se consagró en un género desde el cual realizó el
mayor aporte que ningún escritor de su generación haya hecho a la cultura
cubana. Me refiero al difícil género de la firma de permisos de salida. Gracias
a estos, miles de artistas han podido continuar sus carreras en cualquier parte
del mundo que reclamara el concurso de sus modestos esfuerzos —o donde lo
simulara la carta de invitación falsificada—.
(No hay en
este elogio ningún interés personal: antes de salir yo trabajaba en el
cementerio de Colón, el cual dependía de Servicios Comunales, que, a su vez,
dependía del Poder Popular. De manera que si a alguien debo agradecer mi salida
es a Ricardo Alarcón).
Hubo una época
en que al ministro-escritor se le perdonó todo, incluso las pulgadas de
estatura que le sacaba al Comandante, siempre y cuando en las fotos en que
aparecieran juntos estuviera parado un escalón más abajo.
Pero eso era
antes. Ahora, haciendo honor a la parte delantera de su peinado, el ministro se
ha dedicado a hacer declaraciones enérgicas. De modo que ahora la cultura
cubana sigue siendo una sola, pero si alguien queda afuera es porque es agente
de la CIA. El ministro también ha dicho que los disidentes detenidos en 2003
eran agentes de la Oficina de Intereses norteamericana y que, después de todo,
han salido bien porque en otro país habrían aparecido muertos en una cuneta. Que
yo sepa no hay ningún país que se dedique a llenar cunetas con agentes
norteamericanos.
Una conocida
ley física afirma que: a) si una persona es agente de los norteamericanos
ningún gobierno lo dejará caer muerto en una cuneta, b) la capacidad de caer muerto
en una cuneta es razón suficiente para demostrar que no es agente
norteamericano. Luego, si los presos cubanos son, según la lógica del ministro,
cuneteables, definitivamente deben ser opositores por cuenta propia. Y si en
Cuba no le dan licencia a los payasos, ¡qué pueden esperar los opositores! Yo,
personalmente, si fuera payaso en Cuba, nunca me acercaría a una cuneta.
Pero ese no es
el principal problema de nuestro ministro-escritor. El problema es que quiere
convencer a media humanidad que si en Cuba hay algún tipo de censura (y con la
que él estaría de acuerdo), es la censura estética. Si en Cuba no se le publica
a alguien, no es por causas políticas sino porque escribe mal. Si no se publica
a Cabrera Infante, es porque él no lo permitió, y si no se dio oficialmente la
noticia de su muerte, es porque Infante le vendió a las agencias de prensa
capitalistas el copyright de su fallecimiento.
La declaración
de que la censura en la Isla es sólo estética, merece un estudio. Porque sucede
que, además de su labor como firmante de permisos de salida, el ministro
también ha escrito una novela, El
vuelo del gato. Sospecho que
soy uno de los pocos seres en este planeta (incluyo aquí a cualquier especie)
que se la ha leído completa. Una tortuosa obligación académica es lo único que
puedo aducir en mi defensa.
Para hacerle
entender al amigo lector las sensaciones que me provocó la lectura de El vuelo del gato, no encuentro nada más apropiado que la
diferencia de esta con un examen de la próstata: los guantes y la vaselina. Las
líneas que siguen intentan examinar el fondo de la novela del ministro, o,
diciéndolo poéticamente, de palpar la próstata de su texto.
Haciendo honor
a la parte posterior del pelado del ministro, no podía tratarse de otra cosa
que de una historia de adolescentes. Adolescentes eternos, de esos que llegan a
los 50 años con la misma bobería del preuniversitario. De esos a los que cuatro
décadas no les sirven para aprender nada, porque todo el cerebro lo tienen
ocupado con los nombretes de sus condiscípulos del pre.
Empeñados en
reunirse treinta años después, pierden la oportunidad de hacer un balance de
sus vidas porque quedan paralizados ante la presencia de la hija fea de uno de
los amigos, que tuvo la mala idea de casarse con una rusa (alegoría nada oscura
de lo que antes era la "amistad indestructible" con la Unión
Soviética y hoy oficialmente se ha reciclado como "alianza táctica").
En esas cuatro
décadas, que van desde los años sesenta a los noventa, el ministro logra la
curiosa hazaña de mencionar una sola vez la palabra "revolución", con
lo que se pudiera pensar que la historia pudo transcurrir en Suiza o en la
Antártida. Sin embargo, la ausencia de frío (y de queso) nos devuelve a la
realidad tropical. No se menciona la revolución porque en realidad el
protagonista, Marco Aurelio, la lleva por dentro. Como su homónimo, el
emperador romano, es un estoico. O sea, pocos placeres y mucho aguante, y eso
lo convierte en reserva espiritual de la nación o en cederista modelo. Pero,
como en el mundo creado por el ministro para mi consumo casi exclusivo, tampoco
existen los Comités de Defensa de la Revolución, la cosa va por otro lado.
El clímax de
la novela (sugiero que se tome la palabra "clímax" con cuidado, pues
se trata de una novela con la misma intensidad dramática que la fotosíntesis de
un cactus) sobreviene cuando Marco Aurelio, quien se acaba de divorciar de su
mujer, recala en casa de Freddy Mamoncillo, un socio del pre devenido uno de
esos nuevos ricos autorizados, asociados a alguna corporación con capital
extranjero. Fiestas van y vienen, el whisky corre a raudales, pero Marco
Aurelio, estoico, apenas bebe ron aguado, inequívoco símbolo de profunda
raigambre nacional, sobre todo por lo de aguado. Bueno, también se acuesta con
la mujer de su socio cuando este se va de viaje.
El espejo de
virtudes, paladín de la ética, mantiene —sin el más leve asomo de
remordimiento— un intenso intercambio de fluidos con la mujer del amigo que le
ha dado alojamiento cuando no tenía a donde ir. No es que yo vea mal compartir
la mujer de un amigo —¿para qué están los amigos si no es para compartir?—, ni
que vaya a invocar uno de los diez mandamientos ("no desearás a la mujer
del prójimo").
En una nueva
sociedad, con una nueva ética, sobra ese mandamiento y el otro que dice:
"no matarás al prójimo, ni lo tirarás en una cuneta" ("y si no
lo haces, hay que agradecértelo"). De hecho, el único mandamiento al que
se atiene el protagonista es "no desearás el whisky del prójimo".
El problema es
que después de que el ministro nos machaque durante más de 200 páginas con la
pureza del personaje, este parece tener menos consistencia dramática que una
ameba, por lo demás esquizofrénica. Cuando el amigo Mamoncillo regresa del
viaje, lo menos que le pasa por la cabeza al bebedor de ron aguado es confesar
lo que hizo, escaparse con la mujer o sencillamente marcharse solo. Nada de
eso. Marco Aurelio se mantiene clavado en la casa del amigo como usufructuario
(sexualmente) oneroso. Una cosa es ser espiritual y la otra dedicarse a la
tarea de buscar techo en La Habana.
En lo
adelante, cada vez que se le presente un viaje a Mamoncillo, Marco Aurelio se
revolcará con la mujer de este sin mayores conflictos espirituales que el que
nos causa decirle a la suegra que luce tan joven como siempre. Y si en lugar de
una foto que pidió de la columna de su tocayo en Roma, Mamoncillo le trae una
simple postal, Marco Aurelio se sentirá con derecho a disgustarse ante la falta
de sensibilidad del socio.
La conclusión
está clara: uno puede hacer lo que le venga en ganas si luego se purifica el
alma con ron aguado, mientras los que toman whisky lo menos que merecen es que
les peguen los tarros. Es algo muy consolador para el cubano de a pie ver que
uno de los suyos tarrea a diestra y siniestra a uno de esos que parece irle tan
bien en la vida.
No digo que la
novela sea absolutamente abominable. Al menos no para todos. Habrá a quien le
guste, siempre que cumpla con una condición: no habérsela leído. Lo que quiero
decir aquí es que escribir novelas mortalmente ridículas y aburridas no es un
delito. Si acaso, una mala costumbre. Así que si el ministro no se opuso a
publicar su novela, debiera por esa misma razón dejar que se publiquen libros
que él insiste en considerar malos (algo que no le discutiré porque es evidente
que de libros malos sabe muchísimo).
Ministro: no
sea tan exquisito. Deje que la gente decida lo que quiere leer y lo que no,
incluso si se trata de historias tan irreales que sugieran que el gobierno del
que usted forma parte no es bueno ni para dirigir un puesto de viandas. O sobre
todo para eso. No tenga miedo a la libre competencia. Estoy seguro que por
mucho tiempo su firma en los permisos de salida seguirá siendo un bestseller.
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