Cuando tomamos en cuenta las premisas anteriores, se podría llegar a la
conclusión de que la novela de Viera puede ser catalogada como muy densa en
materia política, que sobran algunos de los comentarios del narrador, que
parecen excesivos los berrinches ideológicos de Robertón, que se repiten hasta
la fatiga las polémicas con Benito y Maritza; que son largos y reiterativos los
episodios dedicados a las colas que hacen sobre todo el Numantino y la
Samaritana. Más que narrar hechos en los cuales se involucran los personajes,
estos se dedican a comentar lo que sucede en la ciudad por culpa de los
gobernantes. De ahí que la mayoría de las acciones son verbales, esto es, se
reducen a conversaciones y a narrar las pugnas existentes entre los personajes.
Están reducidos a comentar lo que pasa afuera, no tienen ni control ni voz ni
voto sobre lo que les ocurre. El gobierno lleva la voz cantante.
Por eso Robertón, el Numantino y, en ocasiones, la Samaritana se ocupan de
desafiar a las autoridades allí donde éstas no pueden ejercer mucha o ninguna
influencia. Por ejemplo, lucrar en el mercado negro, hacer trampas en las colas
y comprar cualquier cosa que se venda, a especular con los pocos artículos que
circulan en la red comercial. Entre tanto, les da por beber cantidades
navegables de ron sentados en bares y cabarets de medio pelo, acompañados o no
de sus amantes, a acostarse con cuanta mujer lo consienta, caminar y dar paseos
a pie, en ómnibus o en taxis dentro de los límites de la ciudad, siempre
denunciando lo malas que están las cosas en Santa Clara.
Ninguno de los personajes le da tregua al lector para que éste pueda
apreciar otra cosa que no sea leer las andanadas interminables que ellos
arrojan contra el régimen. Lo que se discute sin cansancio es el lado
invariablemente feo del país. Con ese tipo de trama y de concepción de los
personajes, cualquier obra literaria corre el alto riesgo de ser considerada
una tarea narrativa de mucha habladuría y de escasas acciones dramáticas.
No obstante, a esta objeción podría responderse que la vida en Santa Clara
es así de aburrida, predecible y monótona. Casi no hay nada que hacer excepto
quizás aventurarse a participar en una de las tantísimas movilizaciones
patrocinadas por el gobierno, digamos las tareas agrícolas. En cierto momento,
el Numantino y la Samaritana se enfrascan en una competencia –llamada
emulación– para cortar cañas de azúcar. Salen mal parados y solo los salvan del
ridículo la solidaridad mostrada por los cortadores más diestros.
La otra tarea programada en las que se meten Robertón y el Numantino tiene
que ver con los juegos de béisbol. Sin embargo, ni el uno ni el otro va al
estadio para recrearse y apoyar al equipo local sino para poner en marcha un
mecanismo de apuestas ilegales.
Como se ha visto, el narrador no esconde ni sus fobias ni sus rechazos. De
manera descarnada y exacerbada destaca en repetidas ocasiones la escasez
material, la pobreza, la represión, la discriminación, la persecución contra
los homosexuales, las prostitutas y los jóvenes diferentes, la falta de
alimentos, los mediocres espectáculos de cabaret, la imposición de normas
arbitrarias de conducta y de consumo, la pésima calidad de las bebidas y la
rampante doble moral representada por los parientes de la Magalí, primera
pareja del Numantino.
(Buscando al rey David en Santa Clara.
Revista Otro Lunes # 38, octubre 2015)
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