Digamos de
entrada que Padura es un rezago del pasado, un zombi de la época de los Formula
V cuyos guiones requieren locaciones remotas cubiertas de telarañas (reales e
ideológicas). Cuando sus personajes hablan –en lo que, para Padura, pasa por
libre expresión– es como si hubieran viajado sin escala, durante cinco décadas,
en un buque fantasma. La situación es macabra (Regreso a Ítaca viene a ser secuela de The Others), sobre todo si se considera la insistencia del
novelista en llevar la nave del olvido a puerto seguro.
Como un
Chandler habanero, Padura recreó en Mario Conde la entelequia del policía sucio
con el corazón de oro. Cuando el mono engordó y se explayó en otras muchas
novelas, se hizo necesaria la construcción de un parque temático. En Regreso a Ítaca, Padura crea por fin una
Habana poblada de tontos sentimentales, un reino mágico donde la furia de los
tracatanes no los afectará mientras se mantengan hablando de melenas, de libros
prohibidos, e incluso, de las nostálgicas Unidades Militares de Ayuda a la
Producción. Será cuando dejen de hablar, cuando por fin se callen, que las
cercas eléctricas soltarán chisporrotazos y que se dispararán todas las alarmas.
Habrá llegado la contrarrevolución, o la democracia, da lo mismo.
Las UMAP y las
escuelas al campo (“¡No eran tan malas ná!”, exclama el personaje de Aldo, el
negro bueno), las recogidas y el destierro, son, hoy por hoy, parte integral
del canon: Tapies, Serrat, Eva María y Stalin dan un salto dialéctico, se
integran al proceso y se acogen al método de conversión y reciclado que ofrece
la narrativa histórica de Leonardo Padura.
Curiosamente,
el método Padura tiene mucho en común con un extraño fenómeno de la
radiodifusión cubana en la década de los cincuenta. Cuando Laureano Suárez,
director de la antigua Radio Cadena Suaritos, cuqueba a sus oyentes con el
famoso: “Señora, póngase en cuatro. . .”, estaba hablando en puro Padura; pero
el novelista sabe que “. . .en cuatro horas de La Habana a Nueva York” lo salva
de la suerte que corren los disidentes. Los censores, ya sean batistianos o
castristas, adoran los juegos de palabras, y los personajes de Regreso a Ítaca son maestros del
retruécano, parlanchines extraordinarios, viejos camajanes cujeados por medio
siglo de teque.
El que regresa
es Amadeo (Néstor Jiménez), un escritor frustrado que no ha escrito una línea
desde que emigró a España. Tuvo que luchar a brazo partido por la sobrevivencia
y sus reservas morales se agotaron. Una obra de teatro y tres novelas
inconclusas aguardan en una gaveta por el retorno de aquella savia que, a pesar
de todo (éxodo, cárcel, ostracismo), la dictadura ofrecía exuberantemente.
No es difícil
adivinar aquí la coña del novelista exitoso (nada menos que el autor de El hombre que amaba a los perros)
regodeándose en la mala estrella de los artistas del destierro. Pero, ¿no es
cierto que la gran literatura cubana, desde Villaverde y Martí hasta Virgilio,
Cabrera Infante, Arenas y Severo, se creó en el exilio, y en las circunstancias
más adversas? Amadeo es, sencillamente, un escritor mediocre; y hay más de un
escritor malo que se quedó en La Habana a sabiendas de que su obra descansaba
en una confusión sociopolítica. También el ascenso meteórico de Leonardo Padura
se debe a un malentendido.
Amadeo regresó
para quedarse; la aguafiestas de Tania (Isabel Santos), le echa en cara el
cáncer de una esposa abandonada; Rafa (Fernando Hechevarría), el típico
pepillín avejentado, sigue dándole vueltas a The Mamas and the Papas; Eddy es
solamente Jorge Perugorría en el papel de Pichy, citándose a sí mismo, tanto,
que en algún momento vuelve a entonar el “Tomen una foto de esta mierda antes
que se la trague el blah, blah”, de Fresa
y Chocolate (1993). Todos tienen algo que avisarle, aconsejarle o rebatirle
al pobre escritorzuelo que espera recuperar la musa. . . ¡en La Habana! Alguien
mata un lechón en una casa vecina; otros se lanzan insultos en un solar lejano;
amenazantes tumbadoras permean el aire de la urbe y hacen que el escritor se
queje: “¡Ay, qué bulla!” Sus compatriotas le avisan: Welcome to the jungle!
Pero los
personajes de Regreso a Ítaca se van
de lengua y rozan, sin querer, los problemas de la candente actualidad. Cuando
Amadeo confiesa que no había venido antes porque “tenía miedo de entrar y que
no me dejaran salir”, Rafa le suelta una carcajada en la cara: “¡Pero, qué
mierda estás hablando! ¿Tú conoces a alguien que entró y que no lo dejaron
salir?” (“¡Tania Brugueraaaa!”, pudo haber gritado alguien desde la última
luneta del Yara).
El guión del
binomio Cantet-Padura nos presenta la perfecta Mesa Redonda: se habla de
pelota; del equipo de los Industriales; se come arroz y frijoles; se fuman Populares; se recuerda el Período Especial,
Angola y el caso Ochoa. Hay un adentro y un afuera militarmente delimitados.
Fidel tomó las azoteas y no se discute ya nada que Fidel no haya tratado en sus
Reflexiones: la azotea misma deviene
un zócalo reaccionario, asiento del brete y plazoleta ubicua para una variedad
de jingoísmo mucho más perniciosa, por interiorizada: “Tenía miedo de parecerme
a otros. Gente que no era nadie aquí, que de pronto se fueron (sic) y cuando
llegaron al extranjero se empezaron a inventar historias que ni siquiera les
tocaban de cerca. Que este era el país de la humillación, de la miseria, que
aquí eran perseguidos. . .”
Este discurso,
y el cobarde que lo escribe, no se habían dado nunca, ni en el Chile de
Pinochet, ni en la Argentina de Videla, ni en la Bolivia de Banzer. La
transición política, en esos países, no estuvo comprometida por la melancolía
de sus intelectuales. Allí las cosas estaban claras: la dictadura debía
conducir inexorablemente a la democracia. Si la humillación, la miseria y la
persecución hubieran sido puestas en duda por un momento, cincuenta años
después los chilenos, los argentinos y los bolivianos todavía estuvieran
hablando mierda, mirándose el ombligo y añorando a los Beatles.
(‘regreso a ítaca: inventando historia.
Blog N.D.D.V, mayo 2015)
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