Carpentier no es un
gran escritor confesional. Impersonal y soso, lo más que conseguirá el lector
es reparar en su obsesión contra el ocultismo que cultivan conocidos suyos o en
su homofobia que viene, paradójicamente, de haberse hecho una altísima idea del
amor homosexual ("Pero yo creía que, al menos, había una recompensa de
tipo espiritual, por vías de una mayor comprensión posible entre dos seres más
semejantes a lo que son la mujer y el hombre…").
No se encontrarán en
estos diarios chismes o revelaciones, pese a la prohibición de su viuda de
editarlo mientras vivieran algunos aludidos. Quien persiga agudezas tropezará,
en cambio, con reflexiones de muy corto vuelo. Como la que sigue, a propósito
de André Gide: "¿Cómo un escritor se permite la osadía de mover un
personaje ciego sin haber estado ciego?". Y abunda: "Un escritor
consciente solo debe hablar de oficios que ha practicado, de enfermedades que
ha padecido, de idiomas que habla, de lugares que ha visitado, de personajes
—mujeres, sobre todo— que ha conocido íntimamente, lo demás es mala
literatura".
Confiesa que el
narrador y protagonista de Los pasos
perdidos empezó siendo un fotorreportero. "Pero, al cabo de diez días
comprendí que, no habiendo sido nunca fotógrafo profesional, me era imposible
reaccionar ante los hechos como fotógrafo. Y volví mi personaje a un oficio que
hubiera practicado". De igual modo, transformó a la protagonista femenina,
bailarina primero, en actriz. Porque no había tenido amores con una bailarina,
aunque sí con una actriz.
Al parecer, cuando no
basaba sus proyectos en investigaciones archiveras, Carpentier resultaba
asaltado por pruritos bastante simplones. Otras cautelas suyas pueden
descubrirse en las frases o entradas completas que tachara, impresas aquí entre
corchetes. Se trata, en su mayoría, de acusaciones al comunismo que debieron
atormentar al diputado a la Asamblea Nacional y ministro consejero de la
embajada castrista en París que llegaría a ser más adelante.
Su juicio sobre
Camilo José Cela, con quien coincide por los años en que el español cumplía un
encargo literario del dictador Pérez Jiménez (Gustavo Guerrero se ha ocupado de
ello en Historia de un encargo:
"La catira" de Camilo José Cela), podría perfectamente corresponderle
a él mismo pocos años después: escurriéndose cuando le hablan de la cerrazón
impuesta por una dictadura o cuando le preguntan por la censura política sobre
las artes.
(Los diarios de Carpentier. Diario de Cuba, febrero 2015)
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