Antes de que Fifo inaugurase el gran carnaval, tenía que tener lugar, de acuerdo con el programa, una excursión por La Habana Vieja guiada por Alejo Sholejov, quien para este evento había sido también resucitado. Se esperaba que, de acuerdo con las órdenes impartidas por el mismo Fifo, Sholejov fuera breve. Pero, mi niña, quién puede callar a un viejo de verborrea decimonónica que además se había pasado casi veinte años en silencio bajo una lápida. Su barroco de gabinete salía ahora a borbotones a través de una voz que era como el croar de una rana francesa con reumatismo. Seguido en primer lugar por Alfredo Lam (también para esto resucitado), que manejaba, con una pericia inadmisible hasta para Caballero Bonald, su silla de ruedas, Sholejov comenzó su periplo no por La Habana Vieja, como era de esperarse, sino que, a paso insólito para su edad, se lanzó por la Calzada de Jesús del Monte, cruzó, siempre dando explicaciones, toda la Calzada del Cerro; hablando recorrió la Calzada de Luyanó, la Avenida de Carlos III, el Paseo de Infanta, se remontó a Galiano y atravesó toda la calle de la reina, discurseando tanto en español como en francés sobre aldabas de bronce, guardavecinos y guardacantones. De repente se detenía y ante la fatigada comitiva enumeraba, levantando su bastón, las ventajas del brise-soleil de Le Corbusier o aseguraba que en toda La Habana existía una arquitectura Style parisiense de comienzos de siglo, incluyendo hasta las mismas barbacoas de madera construidas por la Tétrica Mofeta y donde a veces se hacinaban hasta cien personas... Ya los miembros de la comitiva no podían más. El carnaval retumbaba con toda su pega-pega y ellos, como fieles de una extraña procesión, tenían que seguir tras aquel viejo vestido de negro que hablaba ahora de mamparas majestuosas y macizas, de vitrales de medio punto y de otras cosas que no se veían por ninguna parte. Sin duda para epatar hasta la misma memoria de Lezama, Sholejov entrelazaba ojivas con citas de Racine y aseguraba siempre en un parlero croar de rana bretona que La Habana estaba mucho más cerca de Segovia y de Cádiz que de las mismas Cholulas y hasta que del mismo castillo de El Morro... Juboncillos festoneados se mezclaban, vaya usted a saber por qué, mi querida loca, con las piernas de Louis Jouvet, con las teorías de Robert Desnos y hasta con unos párrafos de André Breton. Finalmente, dando una voltereta sobre su bastón, Sholejov enfiló la calle Obispo, en La Habana Vieja. Y allí mismo desarrolló una descomunal teoría sobre el barroco cubano, que según él consistía en acumular, coleccionar, dividir y multiplicar y sumar. Así, entre explicaciones aritméticas, saltó de la calle Obispo a la Revolución francesa y de allí a Versalles y a las rejas palaciegas de rosetones como colas de pavorreal, de arabescos entremezclados y de lancerías prodigiosas... Mientras el escritor hablaba de la reja severa, de la reja votiva, de la reja gótica y de un estilo denominado por él mismo “supliciano”, los invitados ya no podían soportar tal suplicio. Por lo que hasta el mismo Fifo l ordenó a uno de sus enanos que estrangularan a “ese viejo cabrón” (según sus propias palabras). El mismo Lam manifestó entonces que él voluntariamente le pasaría por encima con su silla de ruedas. Pero antes de que Sholejov fuese ejecutado, el ministro de Cultura le dijo a Fifo al oído que entre los espectadores se encontraba una poderosa delegación de la UNASCO, desde luego, francesa, que iba a contribuir con una fuerte donación para la supuesta remodelación de La Habana Vieja, por lo que el discurso de Sholejov era de vital importancia. No quedó más remedio que seguir escuchando al viejo escritor...
(El color del verano. Tusquets, 1999)
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