Pero, vuelvo a decir, años más tarde me encontré con Agustín Acosta. Él, después de ocho años como Senador de la República, se había retirado de la política por falta de público.
Semanas antes, yo le había enviado mi primer libro, Suite para la espera.
Agustín, viejo teósofo, dijo que un libro se justificaba por una sola línea. «Una sola línea que estaría predestinada a ser leída por un solo lector. La línea que el cuerpo astral de ese lector necesitaba», terminó diciendo.
Pero Agustín sentía (y casi no lo podía ocultar) un odio más allá de toda medida por Lezama, y por todo lo que el grupo Orígenes podía significar. Así como, también, Agustín casi no podía ocultar el desprecio que mi recién publicada Suite le merecía (más tarde me enteré que él, al comentar mi libro, le dijo a alguien: «Es un libro de rengloncitos largos y de rengloncitos cortos»).
Aunque, por suerte, ya nada de eso importa. Ya, para mí, lo que importa de aquella tarde en que me encontré con Agustín Acosta, fue que él, aunque despreciando mi oficio, quiso vincularme con Julio Herrera y Reissig.
¿Sería que el viejo teólogo sospechaba mi encarnación uruguaya?
Y era que Agustín, sentado en un viejo sillón cubano, pero en un sillón que, inevitablemente, no dejaba de recordar a un modernista trono asirio, después de mandar a hacer café, me hizo entrar en la tremenda Torre de las Esfinges.
Era un buen recitador Agustín. Era un retórico a todo meter. Por lo que su histrionismo, teniendo como fondo la espléndida claridad de una tarde tropical, me hizo visible tanto el gesto verde del cielo, como la risa del desequilibrio de un sátiro de lubridio enfermo de absintio verde.
Por lo que, sin duda inolvidable fue la tarde. Una tarde para el oficio.
Agustín, para enseñarme lo que era bombardear metáforas de verdad, se metió en la Torre de las Esfinges, pero al poco rato, como él no podía dejar de ser el romántico incurable que era, dejó esa vereda para meterse por la guardarraya folletinesca de la Berceuse Blanca.
¡Inolvidable!
Tan inolvidable fue que, por aquel recital de la Berceuse, ya hace muchos años que le he perdonado a Agustín Acosta el haber despreciado a mi Suite para la espera.
Apareció la mal ceñuda sirvienta española, con el café que el poeta había mandado hacer. Pero con gesto terrible de Dragón modernista, el Poeta, convirtiéndola en Medusa, detuvo a la sirvienta, para así poder continuar con el jolgorio de la Berceuse:
Aspirad su incorpórea levedad de Olaluna!
En sus sienes rutilan transparencias de copo;
y vuelan sus ojeras otoñales de bruna,
como vagas libélulas de una tarde heliotropo.
¡Se acabó lo que se daba! Aquello fue como para alquilar balcones. Pero ya no recuerdo bien como para poder precisar los detalles. Sólo sé que la sirvienta, convertida en Medusa. Sólo sé que la ceñuda española al fin nos sirvió el café. Pero, repito, el hueco negro se ha llevado los detalles.
Ya no hay detalles, pero el hecho importante de aquella tarde fue que, por una de esas cosas extrañas que le pueden suceder a uno, con aquel jolgorio con Berceuse salí convencido de haber visto antes, coronando la casa de Agustín Acosta en Jagüey Grande, a la Torre de los Panoramas.
Salí convencido, después de haber visto al poeta Acosta recitando Herrera y Reissig, que cuando yo, muchos años atrás, en una azotea había arengado a la multitud, también en esa azotea había visto a la Torre del uruguayo.
Nunca había visto la Torre, pero ya sabía que había visto la Torre.
¿Cómo fue eso? ¿Por qué vi, años más tarde, lo que había visto en 1934?
¿Cómo fue eso? ¿Era que el teósofo Agustín Acosta, evocando a Herrera y Reissig, despertó la visión de una anterior, uruguaya encarnación? ¡Váyase a saber!
Lo que sí no hay dudas es que en aquella tarde hubo cosas. Hubo Herrera y Reissig, y pagodas, y oros de Bizancio, y cúpulas góticas, y hasta el demonio bendito.
Acababa uno, ya lo he dicho, de publicar Suite para la espera, aquel libro en que dije: «Apollinaire al agua».
Agustín, despreciador notario de Jagüey, no podía entender que Apollinaire se cayera al agua.
Pero fue lamentable que no entendiera nada, ya que ahora, al evocar el kitsch que Agustín y yo disfrutamos ante la Berceuse, pienso que nos deberíamos de haber unido. Pues, al fin y al cabo, Agustín y yo estábamos enlazados por un kitsch: un kitsch que a él lo llevó a ganar, hasta el punto de llegar a ser Senador de la República, mientras que a mí me condujo al oficio de perder.
(El oficio de perder. México, 2004)
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