La crítica no es buena o mala en la medida en que halague o ataque, sino en razón de la envergadura de su lucidez y su fundamentación; de su esclarecimiento de fenómenos. Una cultura no se hace del oficio de demoler, sino del arte de conformar; de articular un cuerpo de explicaciones del mundo. Ese tipo de cabildeo en pos de la trituración, que fascina a Arrufat (hay que leerle los ojos, cuando se avista la sola posibilidad de la devaluación del otro), es por otra parte propio de un mundo ajeno al refinamiento cultural y la distinción del diálogo. En otras partes un intelectual quiere ofrecer otra interpretación sobre un fenómeno que antes ha ocupado a un colega, y por lo general resuelve la oposición con una nota al pie, en donde se deja fe de que fulano de tal ha ofrecido otras respuestas a un asunto similar... Pero aquí no, la miseria genera miseria, se arma el sal-pa'-fuera a la más mínima oportunidad, y la ira se echa a rodar como el más asolador de los ciclones tropicales. Todo esto hace parte abundosa de la felicidad de Antón Arrufat (y no sólo, pero a otros los conozco menos) y, muy lejos de la pretendida diversidad de criterios, produce un estancamiento de la frondosidad, la naturalidad y la riqueza genuina con que debe fluir la cultura. Porque la lucidez es hija, queramos que no, de la meditación calma; en lo que el insulto viene de las hormonas y del talante. Una cosa es el nervio y el pulso de la escritura; el vigor, la intensidad de cuanto se escribe, y otra la fogosidad enceguecedora que el odio y el insulto reportan. Total, pasan los meses, y un buen día Arrufat se levanta menos divo, te dice que "nada de eso tuvo la menor importancia": ha sido feliz con el insulto pasajero como con el orgasmo fugaz; su credo de demolición, un extraño "ethos" que vive como patología, ha triunfado siquiera en el viento.
(La miseria. Carta abierta a Jorge Luis Arcos y Enrique Saínz, Unión)
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