Monday, March 30, 2015

Fermín Gabor vs. Lina de Feria

Lina de Feria habló. Y es preciso reconocer que lo hizo bien. No se empeñó en retoques autobiográficos, no mostró foto suya como alzada del Escambray ni sostuvo haber bordado la bandera de “La Rosa Blanca”. Casi no soltó mentira, apenas cargó de guayabas las entrevistas que le hicieran.
   Y digo casi y apenas porque, interrogada acerca de las razones de su exilio, confesó haber salido de Cuba para que su último libro alcanzara edición. Lina se sumaba de ese modo a la secta de los creyentes en el Libro, comulgaba con la idea de que un manojo de páginas dotadas de lomo y cubierta es capaz de poner en jaque a las autoridades cubiches (el finado Cabrera Infante militó también en dicha secta, en la célula “Libros por leche condensada”).
   Y no es que haya faltado razón a quienes sostienen tal idea, sino que la han perdido bastante desde que se entendió en Cuba que es mejor publicar con sordina que censurar abiertamente. Así, el trabajo de los comisarios políticos ha recorrido entre nosotros un camino variado. Si un día los tropiezos de Heberto Padilla vinieron a concentrarse en un libro y éste fue impreso con carta-prólogo donde la UNEAC se lavaba las manos, luego tal clase de fenómeno no volvió a producirse. Y para el caso en que ocurriera algún desliz (también los censores cometen sus erratas), la hoguera siempre estuvo a punto.
   Que del fuego logran siempre salvarse algunos ejemplares, fue hecho en el que terminaron por reparar los censores. Que el escritor con obra prohibida gana cierta aureola, también fue notado por ellos. De manera que en lo adelante decidieron obviar hoguera y aureola. Nada de cartas-prólogos que afamaran ovejas negras. Menos gasto de combustible en incendio de libros. Y menos gasto de electricidad, papel y tinta a la hora de imprimir largas tiradas. Lo óptimo al tratar con títulos líosos era portarse como si la hoguera inquisitorial ya hubiese sido celebrada. ¿Para qué imprimir mil ejemplares de una obra que luego quedaría reducida cuando más a una docena de copias? ¡Mejor publicar solamente esa docena!
   Puesta a disposición del público dentro de la Feria Internacional del Libro, la tal docenita se perdería. Sería una gota en el océano, una aguja en medio del revolico de paja, un mirlo blanco en la nieve. Bien concertado el momento de su presentación, temprano en la mañana y lo más cerca del pabellón infantil, podría contarse con la complicidad de camellos y de payasos.
   No existiría segunda ocasión para tal libro: mejor darle la reputación del agotamiento instantáneo que la de pieza de escándalo. (Con el fin de desmentir ciertas sospechas serían enviados unos cuantos ejemplares a las tiendas de frontera, vendidos allí en dinero de turistas.) Lo declaran los archivos del sector editorial: mientras el contrato de un Angel Augier o una Nancy Morejón (las dos nulidades a quienes dedican este año la feria) lleva inscripta una cifra elevada en la casilla que especifica el monto de la edición, otros contratos llevan en el apartado “Tirada” la siguiente anotación hecha con pulso firme: “A mondongo”.
   Pese a lo anterior, Lina de Feria ha vuelto (tan pronto que no alcanzó a publicar afuera el libro que la desvelaba) y va a recibir de las autoridades el más cariñoso trato. La publicarán en tirada no menos copiosa que las de Angel Augier o Nancy Morejón (las dos nulidades a quienes dedican este año la feria). Y poco importan los reproches políticos vertidos por ella en esas páginas: regresada al país, su crítica tiene la consistencia de un algodón de azúcar. 
   Habrán de prometerle el Premio Nacional de Literatura (podrán hasta dárselo), mismo lauro del cual Lina dijera tantas frases desdeñosas durante su breve exilio. Será incluida en el séquito de vejetes que acompaña a los mayimbes en giras nacionales, le entregarán tierrita mensual para que vaya tirando, la gardeará el Departamento de Atención a Personalidades... 

(La lengua suelta # 30. La Habana elegante, segunda época)

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