Transcurrieron los años 1975, 1976 y buena parte de 1977 sin saber yo exactamente qué agente o informante se entendía con mi caso, pero sí sabía que la red de acopio de información es tan vasta, activa y minuciosa que mis actos, mis maniobras para sobrevivir, mis opiniones y estados de ánimo no hubieran podido menos de dejar de contar con ojos y oídos oficiosos puestos en estado de alerta por la Seguridad. Pues ésta sólo se encontraba al acecho de una ocasión propicia para reanudar el contacto personal conmigo, y cuando hice unas declaraciones a la ABC News de la televisión estadounidense el 2 de septiembre de 1977 en la sede de la Embajada Suiza con motivo de la apertura de la Sección de Intereses de los EE.UU. en Cuba, reapareció en mi vida el puntual y acucioso agente en la persona de Norberto Fuentes, primo hermano mío que hasta el momento de su materialización ante mi mirar atónito jamás se había dado por enterado del parentesco.
Desde entonces mi desmemoriado y recobrado primo fue todo memoria y solicitud; me frecuentaba con sus visitas al menos dos veces a la semana, sin importarle las reducidas dimensiones y el deprimente estado de mi vivienda. Quien todo se lo debía a la Seguridad todo debía hacerlo en cumplimiento de sus órdenes. Un mes antes de que las autoridades competentes se dignaran darnos la salida definitiva del país a mi esposa y a mí, Norbertico tornó a su primigenia falta de memoria. Suspendió de pronto sus visitas como si nunca hubiera puesto los pies en aquella vivienda que llegó a parecerme inventada por el continuo acosamiento de la Seguridad para sacarme de quicio.
Algunas de nuestra conversaciones Norbertico se las había llevado consigo, aprisionadas en su caja de resonancia: una grabadora a la que delataba el torpe tamaño, hecha un risible envoltorio en sus manos. No existen en el mundo envoltorios, por muy apta fachada que cuenten, capaces de disimular o escamotaer a la vista grabadoras tales. Yo procuraba escurrir los ojos; cada vez que los dejaba errar hacia la grabadora me afanaba en apartarlos de ella cuanto antes sin delatar mi sobresalto.
Sin duda Norbertico me creyó tristemente carente de materia gris, pero la que él posee no anda muy abundante que digamos, por lo menos así lo demuestran aquellos envoltorios parlanchines con que rayando las tres o cuatro de la tarde se me aparecía con anonadante puntualidad para hacerme insólitas y sospechosas consultas literarias. Tal vez se hubiera propuesto volverle la vida a mi alicaído ego de escritor sepultado por un silenciamiento que iba convirtiéndose en inmemorial, muerto y enterrado por aquel tan inicuo como abyecto terrorismo intelectual de que era víctima. En mis rememoraciones de mi trato con Norbertico adquieren relieve las tantísimas preguntas que me hacía, a usanza de un intermitente interrogatorio, sobre la obra del célebre humorista norteamericano Robert Benchley, cuyas películas no me perdía cuando niño pero cuya obra desconocía a tal punto que me veía obligado a inventar conocimientos ante los cuales mi primo no hacía papel de primo; llegado el momento se las ingeniaba para pasar a otro tema de conversación. Ahora recapacito en que la Seguridad sabe todo lo que yo no sé sobre Robert Benchley, el escritor humorista.
(Testimonio de un apestado, Revista Mariel, No. 3, 1983)
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