Arístides Vega es un gran amigo, parte de mí, un hermano. Por eso me siento libre de discrepar. Me envió el manuscrito de NO HAY QUE LLORAR (Ediciones La Memoria del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau. La Habana, 2011) hace mucho tiempo y nunca le comenté nada sobre el libro. Tal vez fue el dolor que me causó leerlo, o la sospecha de que este proyecto suyo podría ser muy útil al régimen de Cuba cuando fuese preciso cerrar ese capítulo negro de nuestra historia. En ese momento no tenía título. El título me ha causado más dolor que el texto. Creo que es un libro valioso por razones muy diferentes.
Deberíamos tenerlo a mano siempre. Cuando nos olvidemos de las miserias que vivimos, cuando se nos olviden las lágrimas amargas que nos anegaron el pecho reducidos a la condición de bestias por el hambre, cuando sucumbamos a la tentación de recordar selectivamente, podríamos releerlo. Podríamos recordar la bondad del llanto. Podríamos obviar ese título (que quiero interpretar como irónico, aunque probablemente no lo sea), y llorar un poco, que nunca hace mal.
Sería como ofrendar unas cuantas lagrimas, agradecidos de no haber sido tocados por la supuesta “iluminación radiante” que emergió de la miseria de esta época. Pero, sobre todo, por no haber sido contaminados por la retórica deshumanizada que reduce a un intelectual al estado precario de decir (y peor aún, escribir) que del “tortuoso camino de esos años, de esos días terribles, henchidos de hambres y apagones, puede surgir, entonces, LA LUMINOSA LLAMA DE UN AMANECER en que hemos sido mejores y sinceros”.
Es como decir que el holocausto fue en parte bueno porque se escribió el Diario de Ana Frank o se filmó Sophie's Choice. Qué importancia tiene que un turista perverso te humille si tu país, tu gobierno, tu “Gobernante” (vieron, no dije dictador) te ha reducido a la condición de un buhonero, una rata. Pero nuestro Virgilio (López Lemus) escribía y nadie podía iluminarnos el camino, de círculo en círculo, a través del infierno que vivimos. No es casual que sea Odette Alonso, uno de los pocos autores incluidos en el libro que hoy vive en el extranjero, la única que menciona la palabra “dignidad”. De eso se trataba. Matar nuestra dignidad por hambre, reducir a cero toda capacidad de cuestionamiento, toda voluntad de asociación, toda posibilidad de un copycat de la debacle en Rusia y Europa Central.
De modo que responder a las preguntas de Viera es fácil. A quién le importa como lo pasaba la jerarquía nazi cuando ve las fotos de los campos de concentración de Theresienstadt o de Auschwitz-Birkenau. La segunda puede responderla este libro: un testimonio, un grupo de gente que habla de algo que pasó. Algo que además, si leemos el mensaje implícito en el titulo, “no hay que llorar”, porque (pueden tararearlo conmigo) “la vida (hoy, en Cuba) es un carnaval”. No, el “periodo especial” no es un intervalo de tiempo en que ocurrieron cosas que podemos testimoniar y borrón y cuenta nueva (léase hambre nueva). Es como los fusilamientos, las UMAP, “el pensamiento”, etc., una emfermedad que hizo metástasis y que morirá con nosotros.
El pueblo judío no pierde oportunidad alguna de mostrar a sus hijos y al mundo las imágenes del horror. Los cubanos servimos en una bandeja el olvido, lo comemos y se lo ponemos en la mesa a nuestros hijos. “Fue terrible pero me hizo crecer, me hizo ser mejor”, dicen. ¿Socialismo con Swing? ¿Hambre sublime? ¿Precariedad Gozosa? ¿Mis hijos deben pasar hambre para que sean mejores? ¿Deben ser condenados a peores miserias para que sean mejores que nosotros?
Racionalizar la miseria no puede conjurarla. Nos condenará a vivir en ella eternamente. Si ese es el saldo de estos testimonios, en que la mayoría se apresuran a cerrar su inventario de horrores con una línea en que concluyen cuan beneficioso fue para su crecimiento personal, hay demasiadas razones para estar llorando un tiempo largo, horas interminables.
(Un libro, un amigo y dos preguntas de F. L. Viera, Blog La Primera Palabra, enero 2012)
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