Pero en un escrito como este sé
que se extrañará que precisamente yo no mencione al único escritor que ha sido
(o al menos, que se ha hecho público como) agente encubierto de la Seguridad
del Estado para combatir, desde el terreno de la cultura y en específico la
literatura, las “maniobras del enemigo”: Raúl Antonio Capote, “destapado” como
“Agente Daniel”.
Capote trabajaba para la Contrainteligencia
cubana luego de ser reclutado como agente Pablo por la Agencia Central de
Inteligencia (CIA). Su misión contra Cuba era, según las palabras del Ministro
de Cultura, Abel Prieto, en el prólogo al libro Enemigo, en el que Capote rememora esas experiencias: “enviar
sistemáticamente a la CIA evaluaciones acerca del estado anímico de la
población cubana ante cada coyuntura, sobre todo en los medios culturales y
universitarios, y crear una agencia literaria alternativa y luego una fundación
de perfil educativo. Pablo podría llegar a convertirse en una pieza clave para
el desmontaje de la institucionalidad revolucionaria”.
¿Por qué alguien se extrañaría si no lo
mencionara en este escrito? Simple. Porque todo el mundo sabe que lo consideré
un amigo muy cercano desde que nos conocimos en Cienfuegos, en los tiempos en
que yo realizaba allí el servicio social y, junto al también escritor Miguel
Cañellas, formamos una tríada que, según dicen muchos, revolucionó la promoción
de la literatura en esa región. Porque tanta era nuestra cercanía que llegó a
ser el testigo de mi segundo matrimonio con una muchacha cienfueguera. Porque,
cuando un par de años más tarde, nos reencontramos en La Habana, se convirtió
en un visitante asiduo en mi casa, pese a que mi tercera esposa (ya se sabe,
ese sexto sentido que tienen las mujeres) siempre me advirtiera: “Raúl no es tu
amigo, hay algo en él que no me acaba de cuajar”.
A ella, por solo citar un ejemplo muy
ilustrativo de sus sospechas, le resultaba demasiada coincidencia que, durante
esos dos años en que Eloy Gutiérrez Menoyo nos visitaba, la presencia de Capote
se intensificó más que nunca: “¿Te has dado cuenta de que en los últimos
tiempos, siempre que Eloy viene, tan pronto él se va, llega Raúl, sudado,
sofocado, diciendo que pasaba por aquí y decidió llegar a verte y conversar un
rato?”.
No he podido, y espero tener estómago
llegado el momento, leer su libro Enemigo,
donde cuenta su trabajo como doble agente del DSE y de la CIA, pero en varias
de sus declaraciones he comprobado que miente, pues hace referencia a personas
y sucesos que conocí mejor que él, ya que fui protagonista, y las versiones que
él cuenta son en esos casos tan ficticias como la que me sigue pareciendo su
mejor novela, El caballero ilustrado,
obra donde cuestiona el poder de una dictadura.
Vi nacer esa novela en aquellos años en que,
por lo que él mismo cuenta en una entrevista, aún no era el agente Daniel y yo
era, también según sus palabras, “el primer Amir”. Es esa, por cierto, una
técnica poco caballerosa para diferenciar a ese Amir amigo suyo que entonces
creía que podrían cambiarse las cosas desde la propia institucionalidad
revolucionaria; un Amir muy diferente de ese otro “enemigo” en el que me
convertí luego, y a quien él, por cierto, acompañó y respaldó bastante en “mis
gusanerías”, cuando aún no lo habían forzado a convertirse en un espía.
Cuando en un programa de la televisión
cubana, Razones de Cuba, dieron a
conocer al mundo su trabajo para la policía política cubana, descubrí que la
única ingenuidad de la que no había logrado desprenderme era esa que me hace
ver aún hoy a los amigos como seres puros, nobles, incapaces de actos
deleznables en mi contra.
Pero no dejo de pensar en cuánta
responsabilidad tuvo Raúl Capote en esos años de marginación social, amenazas,
exclusiones, invisibilización y represión. Pienso en él y me pregunto qué cuota
de culpa tuvo en que a mi hijo le impidieran la entrada a la universidad
porque, le soltaron a la cara, “la universidad es para los revolucionarios y tu
papá es un gusano mercenario”; cuánto debe a su veneno el acoso de la policía
política hacia mi esposa Berta: “si no lo dejas, te veo llevándole jabitas a la
cárcel y jamás vas a encontrar qué darle de comer a tus hijos porque no te
vamos a permitir trabajar”, le gritaba incluso en la calle “el compañero que la
atendía”; o qué parte de su trabajo como delator influyó en todas esas
horribles historias represivas que me permito ahorrarles al lector, pues son de
tanta bajeza humana que, aunque ya están escritas, he decidido conservarlas a
buen recaudo por la vergüenza ajena que siento solo de pensar en que vea la luz
tal cantidad de revelaciones de la indignidad intelectual cubana.
En cualquier caso, tanto con Raúl o cualquiera
de esos otros “colegas informantes” que me colgaron durante años, como con esos
siempre ridículamente enigmáticos “compañeros que me atendían” (a uno de ellos,
incluso, llegué a conseguirle en España una caja de un spray especial que
estaba en falta en Cuba, para su hijo asmático) me precio de haber actuado con
limpieza (y en algunos casos, lo reconozco, con tonta ingenuidad) todo lo que
me fue posible en una relación tan anómala y, por ello mismo, enrarecida.
Tengo mi conciencia limpia y sé que, si llegara
el momento, podré mirarlos a los ojos sin el más absoluto de los remordimientos
ni las vergüenzas. Dudo que ninguno de ellos pueda decir lo mismo.
(Texto incluido en El compañero que me atiende. Editorial
Hypermedia, 2017)
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