En
fecha relativamente reciente, el antiguo gendarme literario César Leante, al
descender de su avión cuando éste hacía una escala técnica en Barajas, decidió
embarajar y no retomar el vuelo que lo llevaba con estino a no recuerdo cuál
país de la Europa socialista (da lo mismo), y favorecido por la influencia de
cierta tendencia errada que existe entre algunos intelectuales y disidentes
legítimos, ha realizado una relampagueante transformación ideológica de
funcionario de la burocracia cultural castrista a escritor disidente, como todo
un Clark Kent antillano.
Por su obra literaria (de alguna forma hay
que llamarla), sus declaraciones oficiales, su trabajo en las instituciones
culturales en Cuba, su cargo de censor y algunos comentarios de quienes le
conocían de cerca, siempre he tenido a Leante como un oscuro y diligente
apologista del estalinismo cultural.
Este Dr. Jekyll de los laboratorios de
Guillén y Retamar, cuyo libro más conocido es nada menos que la laudatoria “Con
las Milicias”; que se pasó veinte años de coctel en coctel y de gira
propagandística concialiábulos literarios; de lengua y conducta siempre prestas
a defender los logros de la Revolución cubana, parece tener el tejido moral
hecho con fibras de corcho. Si bien debe aplaudirse su acto definitivo en Madrid,
resulta inadmisible que se le incorpore a las filas disidentes y
anticomunistas.
¿Cómo puede justificar César Leante que
mientras Jorge Valls, Armando Valladares y Angel Cuadra se podrían en las
mazmorras de Castro, él se apresuraba a tomar el avión para representar la
política cultural de la Revolución? ¿Qué excusa puede ofrecer a que cuando Lezama
Lima, Virgilio Piñera, René Ariza, Pepe Triana, Oscar Hurtado, Rogelio Llopis y
Reinaldo Arenas, entre tantos otros, eran condenados al silencio o al exilio
interior, él firmaba cartas y manifiestos, condenaba a Vargas Llosa, o se
hartaba de comida en alguna recepción del Cuerpo Diplomático?
Por supuesto que de nada vale esgrimir el
argumento de que en un régimen totalitario, donde el estado es el único amo,
todos trabajamos para éste necesariamente. Hay muchas formas de subsistir con
mayor o menor dignidad. No se puede comparar el efecto que puede tener sobre el
prójimo la tarea de un profesor de inglés, un corrector de galeras, un médico o
una simple secretaria de cualquier empresa estatal, con la de un oficial de la
Seguridad del Estado o un mercenario ideológico.
Resulta difícil predecir la conducta de
quien se ha acostumbrado a llevar una máscara durante tanto tiempo, cual
personaje o actor del teatro griego. Más aún; cuando todavía revela
públicamente su dolor ante la posibilidad de que se le excluya orwelianamente
de la historia de la literatura cubana que elaboran los vasallos de Castro, y
en la cual, eso sí, se había merecido un puesto destacado.
Ya ha comenzado a mostrar sus cualidades
miméticas. Si allá recogió genuflexo las migajas del poder y disfrutó de los
pequeños privilegios que se le reservan a la clase dirigente, aquí, en su
versión de Mr. Hyde del exilio, aprovecha oportunamente la mano que honesta,
pero equivocadamente, algunos le han tendido. Ya apareció, editada por
Argos-Vergara, su novela “Los Guerrilleros Negros” que en Cuba le valió el
premio de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en 1975. Con ella trató de
instalarse en una tradición literaria que se desencadenó tras los estudios
realizados por Fernando Ortiz, dentro de la cual José Luciano Franco ha
realizado valiosísimos aportes, que Lidia Cabrera ha elevado a su máximo
exponente narrativo, y que, ya después de la Revolución, explotó con mejor
suerte otro payaso obediente, pero más talentoso, Miguel Barnet (quien en nada
me sorprendería si algún día se decide también a dar el salto) con su obra “Cimarrón”,
y que últimamente se puso de moda como tema en la cinematografía cubana, con
los filmes que quedaron bautizados como negrometrajes. Ahora, para su edición
española y ante la esterilidad que parece provocarle el choque con la libertad,
realizó cambios sustanciales de contenido a la obra (quizás sobre un ejemplar
de los que tiró la UNEAC) y ajustó su título al gusto de su nuevo público y lo
cambió por “Capitán de Cimarrones” (las palabras “guerrillero” y “negro” no son
del buen gusto burgués y menos salidos de la pluma de un cubano). Hubiera
elegido mejor si lo hubiera cambiado por "Capitán de Camajanes" o “Capitán
de Camaleones”.
(De
funcionario a disidente. Revista Término, No. 1, otoño 1982)
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