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Tuesday, January 28, 2020

Roberto Madrigal vs. César Leante


En fecha relativamente reciente, el antiguo gendarme literario César Leante, al descender de su avión cuando éste hacía una escala técnica en Barajas, decidió embarajar y no retomar el vuelo que lo llevaba con estino a no recuerdo cuál país de la Europa socialista (da lo mismo), y favorecido por la influencia de cierta tendencia errada que existe entre algunos intelectuales y disidentes legítimos, ha realizado una relampagueante transformación ideológica de funcionario de la burocracia cultural castrista a escritor disidente, como todo un Clark Kent antillano.
   Por su obra literaria (de alguna forma hay que llamarla), sus declaraciones oficiales, su trabajo en las instituciones culturales en Cuba, su cargo de censor y algunos comentarios de quienes le conocían de cerca, siempre he tenido a Leante como un oscuro y diligente apologista del estalinismo cultural.
   Este Dr. Jekyll de los laboratorios de Guillén y Retamar, cuyo libro más conocido es nada menos que la laudatoria “Con las Milicias”; que se pasó veinte años de coctel en coctel y de gira propagandística concialiábulos literarios; de lengua y conducta siempre prestas a defender los logros de la Revolución cubana, parece tener el tejido moral hecho con fibras de corcho. Si bien debe aplaudirse su acto definitivo en Madrid, resulta inadmisible que se le incorpore a las filas disidentes y anticomunistas.
   ¿Cómo puede justificar César Leante que mientras Jorge Valls, Armando Valladares y Angel Cuadra se podrían en las mazmorras de Castro, él se apresuraba a tomar el avión para representar la política cultural de la Revolución? ¿Qué excusa puede ofrecer a que cuando Lezama Lima, Virgilio Piñera, René Ariza, Pepe Triana, Oscar Hurtado, Rogelio Llopis y Reinaldo Arenas, entre tantos otros, eran condenados al silencio o al exilio interior, él firmaba cartas y manifiestos, condenaba a Vargas Llosa, o se hartaba de comida en alguna recepción del Cuerpo Diplomático?
   Por supuesto que de nada vale esgrimir el argumento de que en un régimen totalitario, donde el estado es el único amo, todos trabajamos para éste necesariamente. Hay muchas formas de subsistir con mayor o menor dignidad. No se puede comparar el efecto que puede tener sobre el prójimo la tarea de un profesor de inglés, un corrector de galeras, un médico o una simple secretaria de cualquier empresa estatal, con la de un oficial de la Seguridad del Estado o un mercenario ideológico.
   Resulta difícil predecir la conducta de quien se ha acostumbrado a llevar una máscara durante tanto tiempo, cual personaje o actor del teatro griego. Más aún; cuando todavía revela públicamente su dolor ante la posibilidad de que se le excluya orwelianamente de la historia de la literatura cubana que elaboran los vasallos de Castro, y en la cual, eso sí, se había merecido un puesto destacado.
   Ya ha comenzado a mostrar sus cualidades miméticas. Si allá recogió genuflexo las migajas del poder y disfrutó de los pequeños privilegios que se le reservan a la clase dirigente, aquí, en su versión de Mr. Hyde del exilio, aprovecha oportunamente la mano que honesta, pero equivocadamente, algunos le han tendido. Ya apareció, editada por Argos-Vergara, su novela “Los Guerrilleros Negros” que en Cuba le valió el premio de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en 1975. Con ella trató de instalarse en una tradición literaria que se desencadenó tras los estudios realizados por Fernando Ortiz, dentro de la cual José Luciano Franco ha realizado valiosísimos aportes, que Lidia Cabrera ha elevado a su máximo exponente narrativo, y que, ya después de la Revolución, explotó con mejor suerte otro payaso obediente, pero más talentoso, Miguel Barnet (quien en nada me sorprendería si algún día se decide también a dar el salto) con su obra “Cimarrón”, y que últimamente se puso de moda como tema en la cinematografía cubana, con los filmes que quedaron bautizados como negrometrajes. Ahora, para su edición española y ante la esterilidad que parece provocarle el choque con la libertad, realizó cambios sustanciales de contenido a la obra (quizás sobre un ejemplar de los que tiró la UNEAC) y ajustó su título al gusto de su nuevo público y lo cambió por “Capitán de Cimarrones” (las palabras “guerrillero” y “negro” no son del buen gusto burgués y menos salidos de la pluma de un cubano). Hubiera elegido mejor si lo hubiera cambiado por "Capitán de Camajanes" o “Capitán de Camaleones”.

(De funcionario a disidente. Revista Término, No. 1, otoño 1982)

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