Con la noticia de su muerte, alguien me
preguntó si por fin Retamar servía o no. Le dije, por decir, que pensara en un
prospecto que nunca llegó a triunfar en Grandes Ligas y que, siendo
beisbolista, pudiendo batear y fildear, aceptó el cargo de coach de tercera.
Alguien que cumple órdenes, da señas
constantemente y transmite las jugadas que piensa otro. Alguien que te indica
cuándo tienes que frenar o cuándo puedes seguir, y alguien que, de más está
decirlo, siempre mandó a frenar. Le gustaba que la gente estuviera quieta en
base.
Cuando yo llegué a La Habana, con dieciocho
años, Casa de las Américas era un templo venerable, un gris edificio arte decó
ubicado en Vedado, en calle 3ra y Avenida de los Presidentes. Justo al lado
quedaba mi residencia universitaria, veinticuatro pisos de hambre y subversión.
Todos los días, para llegar a mi cuarto, cortaba
camino como tantos. En vez de tomar la acera, me metía por una especie de
pasillo que atravesaba la entrada de Casa y miraba para adentro, buscando quién
sabe qué.
La primera vez que vi a Retamar fue en uno
de esos peregrinajes de estudiante. Ya rondaba los ochenta, sus pasos eran
cortos. Lo rodeaba una cohorte de empleados menores. Iba a montarse en un Lada,
se lo llevaban a algún lugar.
Yo quería con todas mis fuerzas convertirme
en escritor. No había, desde luego, escrito nada, pero creía que pasar cada
tarde por Casa de las Américas y encontrarme a veces con Retamar en mi camino
ya me ayudaba un poco a serlo.
Era una atmósfera sublimada que yo confundía
doblemente. Primero porque la literatura no es algo que venga nunca desde
afuera, y segundo porque en los años que yo estudié en La Habana –y así sigue
siendo hasta hoy, y así era también desde mucho antes– no había nada que
pudiera alejarte más de la literatura que Casa de las Américas.
La última vez que vi a Retamar, si es que no
se trataba de un fantasma, fue hace casi tres meses. Me habían invitado a la
feria del libro de Santo Domingo. Entré a un restaurante y él estaba sentado en
una de las mesas con más comensales. Fue una presencia incómoda, no me gusta
estar en un lugar donde hay gente que trabaja para el estado cubano. Transpiran
miedo, son recelosos, siempre tienen que cuidar sus palabras. Todo eso puede
olerse si uno tiene el olfato indicado. Es como recordar cuál era tu olor años
atrás.
Salí de allí de inmediato. Retamar llevaba
su boina distintiva, para mí ya un emblema del hombre pusilánime, del pensador
castrado en buena medida por sí mismo.
Hay en su obra un poema bisagra muy
conocido. Se llama El otro (enero 1, 1959), y está escrito, naturalmente, en el
punto de quiebre de la historia, justo en ese instante en que toda la materia
nacional conocida hasta el momento está cerca de entrar para siempre en otra
dimensión. «¿Sobre qué muerto estoy yo vivo,/ sus huesos quedando en los míos,/
los ojos que le arrancaron, viendo/ por la mirada de mi cara/?», se lee ahí.
Podemos detectar de dónde viene y adónde va
Retamar. La contención del poeta letrado le sostiene todavía el pulso al
estremecimiento épico, salva al verso de fracasar en la estridencia, pero todo
eso va a desaparecer. Retamar va a traficar con el tono elegíaco, a corromperlo
en el trasiego diario, convirtiendo su lírica, cargada de esperanza y porvenir,
en un sitio de constante expiación cívica.
En esa monografía programática, El
socialismo y el hombre en Cuba, el Che Guevara le endilga a la vieja burguesía
cubana una culpa original que Retamar, como hombre ampliamente formado bajo las
reglas del viejo orden, va a padecer y a tratar de limpiar más que nadie.
Hay entonces un punto de ironía y de
justicia en el hecho de que en sus coloquiales poemas revolucionarios Retamar
sea más burgués que nunca. Con las mismas manos relata su participación en la
construcción de una escuela. Ahí cuenta que a pesar de ponerse lo que él
entendía como ropas de trabajo, todavía los obreros le dijeron señor.
Se trataba de un turista en el país del
proletariado, alguien de paso que quería parecer cool, convertirse en unos más,
y que no tenía la menor idea de cómo vestían los obreros. Es condescendiente y
compasivo, ve en esos semejantes a buenos salvajes, y hay una representación
primitiva de las acciones y las cosas («Y me eché a aprender el trabajo
elemental de los hombres elementales», o «tomé el agua silvestre de los
trabajadores»).
En la revolución, la clase obrera es la
nueva aristocracia social. En una actitud típicamente burguesa, Retamar quiere
acceder ahí, quiere travestirse con ponderaciones y lisonjas y que lo acepten
en la corte del yunque y el cultivo. Pero el único momento revolucionario es el
momento pre-revolucionario, y el segundo de la transformación ya ha sucedido,
el segundo verdaderamente luminoso está clausurado de modo definitivo para
Retamar y los suyos.
Como sujeto de su clase, Retamar quiere
alargar un suceso al que llega, por fuerza, tarde, puesto que es condición dada
de la burguesía llegar tarde a las revoluciones modernas. Ese alargamiento
tozudo es trágico, inicia y justifica la deriva totalitaria.
El único puesto que hay entonces para el
burgués en el tejido social del nuevo orden no es un puesto de obrero, sino un
buró de funcionario. Es lo máximo a que se puede aspirar, una recompensa que
castiga. Con su chivo, su boina, su portafolio cargado de poemuchos y papeles
administrativos, y su imbatible obediencia y sumisión, Retamar cumplió siempre
a pie juntillas lo que la historia tenía deparado para él.
Con
las mismas manos es un poema de 1962. «Pasé por el que será el comedor
escolar/ hoy sólo señalado por una zapata», dice su verso décimo. Tantos años
después Retamar ha muerto, muchas vidas han pasado, ya no hay burgueses ni
obreros, sino sobrevivientes, y ese comedor no ha sido construido todavía.
(Un
turista en el país del proletariado. El País, julio 2019)
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