En febrero de 1877, Martí sale de México hacia
Guatemala y pasa por Livingstone, pueblo del departamento de Izabal, en el
oriente de Guatemala y situado en la boca del Río Dulce, en el Golfo de
Honduras. Al acercarse el buque en que viaja, escucha la llamada de un caracol
que viene de la orilla, y hace de él campana americana que ―llama a los hijos
de la costa a las labores de la tierra.‖ El pueblo se vuelve una pequeña
muestra de laboratorio de la soñada unidad americana: ―Pero hoy es fiesta. ¿No?
Pues, ¿qué hacen en aquella plaza tantos hombres que van y que vienen? No es
plaza, es que están embarrando una cabaña. Ese bullicio es simpático; atrae
ojos y corazones, porque lo engendra un sentimiento fraternal. En Livingston el
pueblo no permite que un hombre solo haga su casa: Todos le ayudan‖ (OC 19,
37).
Hay tres detalles sobre los que quiero llamar la
atención. En primer lugar, vemos el característico movimiento martiano de
negación del goce. La fiesta está en el trabajo, no en la fiesta. Lo segundo,
es el amoroso autoritarismo que subyace en la solidaridad: aún si un hombre
quisiera construir su casa él solo, la unidad del pueblo se lo impediría. La
efusiva solidaridad grupal se realiza a expensas de la negación de la voluntad
individual. Por último, está la reproducción de la lengua del otro, la
anotación filológica registrada en el uso de las itálicas embarrando que marcan
la diferencia con respecto al viajero ilustrado. Lo curioso en este caso es
que, contrario a lo que sucede con otros ejemplos como nirajú (el niño) o dada
(la anciana), embarrar no parece marcar tanto la lengua del otro como otra,
sino más bien como inculta. En ambos casos, como advertí antes, hay que tomar
nota de la mirada colonial que se esconde en estas notas. La crítica ha pasado
por alto con frecuencia que la tan celebrada defensa martiana del «hombre
natural» nunca está lejos, ni de la noción de «hombre primitivo», ni, por
supuesto, de los prejuicios antropológicos y racistas que han acompañado a este
término. Lo veremos mejor si nos volvemos a esa fraternidad americana que se
presenta a los ojos de Martí: ―No se ve una cara blanca, pero el negro de la
raza pura alegra los ojos. No el negro corrompido, bronceado, mezclado, de
Belice, sino este otro luciente, claro, limpio, que no tiene nunca canas,
redonda en las mujeres como Venus, en los hombres desnudos como Hércules‖ (OC
19, 37). El pero sugiere cierto malestar. Aquí no hay ni un blanco, parece
decir Martí, pero si todos son negros, al menos no son como otros negros (los
de Belice, por ejemplo), sino que son negros puros, lucientes, claros, limpios.
Si el comentario resulta escandalosamente racista por partida doble –
discrimina al negro ―corrompido, bronceado, mezclado,‖ y adopta un tono
paternalista y condescendiente, colonialista ante el negro que merece su
aprobación – ¿por qué, habría que preguntar, Martí encuentra una virtud en el
hecho de no tener canas? ¿No es acaso esa ausencia de canas, es decir, lo único
blanco que podría tener el negro, eso que hace de él un negro puro
(literalmente hablando): un negro absolutamente negro, luciente, con un brillo
de ébano pulido? ¿No será este el «negro natural» una especie de otredad en
estado puro, sin una sola cana?2 Pero, ni aún esta cabeza inmaculadamente negra
tranquiliza a Martí, viajero, etnógrafo y autoridad moral que continuamente
juzga a los demás. Después de exaltar la ―vivacidad,‖ la ―generosidad,‖ la
―fraternidad‖ y la ―limpieza‖ de Livingston, no puede evitar dejar, siquiera de
pasada, constancia del desasosiego que le suscita tanta cabeza negra y natural,
y aún ese ―pueblo moral:‖ ―las miradas llenas de benevolencia y de franqueza
acusan, por su centelleo, que en el momento de la ira han de ser rayos y
relámpagos‖ (39). De tan naturales y puras esas cabezas negras fácilmente se
despeñarían por la violencia y, valga decir, la barbarie. No cabe duda de que
la mirada sobre Livingston sugiere el descubrimiento de un estado de naturaleza
pura – ―no es plaza‖, se autocorrige el viajero, y la especie de comunismo
primitivo de que toma nota, así como la descripción del otro noble y bondadoso:
el negro en lugar del indígena – y no falla en evocar los textos del
descubrimiento, particularmente con la carta en que Colón anuncia el
descubrimiento.
Por otra parte, la mirada engarza con, y no
meramente complementa, la que se entrega a la erotización del cuerpo negro.
Podríamos decir que la escritura martiana se hace eco de la relación
lector-texto que, según Pratt, ―se codifica en los mismos términos
masculinistas y erotizados que codificaron la relación del viajero europeo con
los países exóticos que visitaba‖ (Ojos 172). Martí, que comienza a elogiar el
habla del ―caribe primitivo‖ y el ―dialecto puro‖ del lugar, exclama
entusiasmado: ―¡qué manera de hablar!‖ Haciendo uso de la tercera persona, con
la que enmascara la suya propia, Martí comenta que ―el viajero‖ admiró una vez
―la rápida palabra de los vascos,‖ pero que ―ahora ve que ésta [la de
Livingston] le es muy superior.‖4 Rápidamente las observaciones sobre el
lenguaje se erotizan, y con el lenguaje todo el pueblo: ―Son locuaces con la
lengua, con los ojos, con las caderas, con las manos. Tienen para cada letra
una, no mirada, sino transición de ojos diferente. Si dijeran amor, estas
mujeres quemarían. ¡Oh! Y como se viste esa negra; es el vestido del país.‖ Y
mirando a un niño: ―Pero aquel pequeñuelo es mucho más curioso: tiene formas
narcíseas [sic], apolíneas. Es ligero y hermoso, nervudo y correcto: el
pequeñuelo es un Cupido negro‖ (38). La mirada erotizante, la racialización
enfática – no basta con decir ―estas mujeres,‖ ni ―aquel pequeñuelo‖ – y el no
menos enfático marcador de las diferencias se combinan para exotizar al otro.
La misma disponibilidad de ese otro para la realización de la fantasía erótica
del viajero traiciona la impronta colonial, etnográfica, masculina y blanca de
la enunciación martiana. El otro deviene un objeto de estudio, una curiosidad,
sujeta a las clasificaciones y comparaciones, objeto del deseo y fuente de
inquietud o de miedo.
(El tigre
de afuera y el tigre de adentro: los ojos imperiales de José Martí en el
viaje a Guatemala. Potemkin ediciones, septiembre 2014)
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