“Supongo que la gente estará molesta por mi libro…” me comentó alguna vez René Vázquez Díaz en la
Librería Universal poco después de publicar La
isla del Cundeamor (Alfaguara). Y yo, que practico la insobornable
honestidad del librero, le tranquilicé: “No
te preocupes, no hay nadie molesto. Nadie lo ha leído”. Al margen de mi
evidente mala leche, le estaba diciendo la verdad. A pesar de su prestigiosa
editorial, y de una crítica favorable en El
Nuevo Herald, no vendí más de media docena de ejemplares del libro
—biblioteca pública incluida. No me extrañó a mí, no le extrañó al dueño de la
librería y no debió haber extrañado al autor. Era un libro artificial sobre una
ciudad que el autor no conocía bien, escrito desde lo que me pareció el
desprecio, y para escribir desde el odio y el desprecio hay que tener, por lo
menos, el talento de Céline. Y RVD no es Céline.
Aquel libro fue un poco posterior a un
evento internacional convocado en Estocolmo, que juntó a autores cubanos de la
Isla y del Exilio, en cuya organización intervino el autor de manera muy
destacada —y polémica. En aquel momento necesitaba ser, parecer, tal vez
incluso creerse él mismo —porque si tus mentiras no te engañan a ti ¿a quién
van a engañar?—, alguien equidistante entre un gobierno de extrema izquierda,
bajo el que a fin de cuentas había decidido no vivir, y un exilio que
aborrecía. Lo extraño es que siendo RVD un hombre de izquierdas, bastante más a
la izquierda a juzgar por este nuevo libro que la mayor parte de los
socialdemócratas españoles, su obsesión parece ser encontrar, inventar en
realidad, ese inexistente centro por el cual vagar como el “lobo solitario de
la literatura cubana”, etiqueta que le endosó un oscuro crítico y que el autor,
complacido, no se cansa de repetir.
Ciudades
junto al mar, su último libro, son unas memorias truncas, que hilan las
circunstancias de un periplo vital en cuatro escenarios: Cuba, Polonia, Suecia
y EE UU. Empiezan cuando el autor está a punto de desertar del paraíso,
retroceden a una infancia llena de nostalgias —como suelen serlo todas en todas
partes del mundo— y concluyen, de forma demasiado abrupta e inexplicable, en la
década del setenta, con la promesa del autor de que siempre será un enemigo
jurado del Miami cubano.
Valga aclarar que el autor es el hijo de una
familia a la que la Revolución le quitó su pequeño negocio, una imprenta; hijo
también un padre al que claramente trata con desprecio, primero por ser
anticomunista y después por no atreverse a escapar del comunismo.
En estas páginas el autor atraviesa las
mismas experiencias que otros muchachos de pequeñas ciudades cubanas. Los
primeros desencantos, los primeros problemas, el amor de una muchacha, Anabel,
cuya sombra caerá a lo largo del texto sobre todos los demás amores del autor.
Pero Anabel se irá a Estados Unidos, y al autor no comprende por qué, ya que
siendo de clase humilde no tiene razón para querer huir del paraíso socialista
cubano (quizás por ello se referirá al exilio de Anabel como exilio en cursiva).
Sin embargo, el propio autor desertará de ese mismo paraíso cien páginas más
tarde, sin dejar por ello de entrecortar el relato de su deserción con
afirmaciones de fidelidad castrista que ni los autores oficiales de la UNEAC
son capaces de firmar hoy. Gracias a esas afirmaciones sabemos que el autor ha
sido obligado a estudiar algo que no quería, pero que el Che es un ejemplo en
su vida y en su muerte; que la única manera de resolver cosas en el socialismo
es haciendo negocios por divisas fuertes, pero que el sistema no es tan malo;
que el comunismo ruso se ha estancado y corrompido con Brezhnev (¿había sido
hasta entonces perfecto y amable?), un premier bruto, vago, cobarde… pero se
trata del comunismo ruso, no del cubano, porque Fidel es, y el autor lo pone en
boca de su amigo ruso, alguien claramente superior a Brezhnev o Mao —el niño
rico de Birán, educado en colegio privado, más sacrificado que Mao, el maestro
de escuela chino que derrotó a los japoneses y al Kuomingtang, y ganó una
guerra civil de verdad en la que murieron millones de personas. No entraré en
discusiones sobre las escalas de bondad de los tiranos comunistas, pero no deja
de irritarme tanta desinformada guataquería.
(…)
Como miamiense honorario, me alegra más ver
a RVD entre mis enemigos, incluso jurados, que entre mis amigos. Entre otras
cosas porque así no vuelvo a perder un fin de semana leyéndome un libro suyo.
Pero como lector medianamente informado sobre lo que acontece en la literatura
cubana actual me pregunto (ahora en voz alta) cómo un escritor puede llegar al
extremo de traicionar una experiencia autobiográfica mucho más rica y
supuestamente densa que la de muchos de sus colegas para endosarnos
declaraciones panfletarias que parecen ilustraciones perfectas de un complejo
de culpa mal asimilado. Esta tortura le nubla los ojos a RVD, que cruza
demasiadas ciudades sin ver más allá de su propio ego atormentado. Con ello no
gana un castrismo demasiado desprestigiado, desde luego, y sí pierde,
definitivamente, la literatura.
(Las ciudades perdidas de René Vázquez Díaz. Blog Penúltimos Días,
diciembre 2011)
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