Casi cincuenta
años de propaganda denigrando la Cuba precastrista no han logrado borrar un
hecho innegable: la calidad de la literatura cubana de 1959 para acá ha sufrido
un bajón enorme en comparación con la de la Cuba republicana. Hagamos un
recuento selectivo de escritores mayores que llegaron ya formados a 1959: Alejo
Carpentier, Lidia Cabrera, José Lezama Lima, Nicolás Guillén, Fernando Ortiz,
Virgilio Piñera, Juan Marinello, Raúl Roa y, paremos aquí, Eliseo Diego.
Añadamos a esa lista los que venían ya casi hechos a ese año y publicaron sus
obras más significativas en la década de los sesenta: Reinaldo Arenas, Miguel
Barnet, Guillermo Cabrera Infante, Calvert Casey y, para ser severos dejémoslo
aquí, Severo Sarduy. Cruel sería hacer una lista de los surgidos plenamente
dentro del proceso de burocratización estalinista, o los que se plegaron a él,
para compararla con las anteriores. Conozco a muchos de esos escritores
personalmente y prefiero no ofenderlos (aunque algunos se lo merecen), así que
no voy a nombrarlos. Ellos saben quiénes son y también qué valen. El único en
descollar en el nuevo ambiente fue Antonio Benítez Rojo, pero éste tuvo que
exilarse en 1980 para poder continuar su obra. Entre los demás, ha habido
alguno que otro que ha dado una obra de cierto interés, y que parecía prometer
cosas mejores, pero no hay ninguno que se pueda comparar con las figuras antes
mencionadas, dignas todas de ser incluidas en cualquier antología exigente de
la literatura latinoamericana, y algunas que son parte ya de la literatura
universal.
El triturador
proceso cultural y político que nos ha traído a esta infeliz situación es fácil
de describir porque se rige por un precepto muy simple: la fidelidad (valga la
palabra) al régimen es lo que determina la publicación y circulación de una
obra y la supervivencia de su autor. Ésta, no la calidad, es lo que consigue
prebendas y privilegios, algunos tan elementales como poder salir del país a
recibir algún reconocimiento. La sumisión hace posible la subsistencia. En la
Cuba postrevolucionaria el premio literario más sincero ha sido la persecución
política. El caso de Arenas es el más notorio, pero no el único. A Arenas se le
persiguió, bajo el pretexto de su homosexualismo, porque sus relatos y novelas
eran infinitamente superiores a los de los burócratas que detentaban el poder.
Mientras que Arenas ocultaba sus manuscritos de los agentes de seguridad del
estado, poemarios, novelas y colecciones de relatos de los comisarios se
publicaban y distribuían gratuitamente en Cuba y en el extranjero, sobre todo en
América Latina. Tenía que ser así porque ni regalados se han leído esos libros,
a pesar de los oscuros premios que sus autores se hacen dar por amigos y
adeptos al régimen cubano cuando la coyuntura es propicia, como lo fue en la
Nicaragua sandinista. Me temo que pronto habrá cosecha de premios venezolanos
para estos “autores” cubanos. Antes, durante las dictaduras de Pérez Jiménez y
Batista, el intercambio de escritores entre Cuba y Venezuela (Carpentier y
Gallegos) era de mucho mejor nivel.
En Cuba, a la literatura
“revolucionaria,” es decir a favor del régimen y por lo tanto todo menos eso,
se le consideró comprometida. Así se formuló desde el principio con la
tristemente célebre consigna del Máximo Líder: “dentro de la Revolución todo,
fuera de la Revolución nada.” La lapidaria frase, pétrea y petrificante en su
esencia misma, quería decir simplemente “conmigo todo, contra mí nada.”
Solícitos comisarios se encargaron de hacer el comentario y desglose de las
palabras del mesiánico orador, dándole como era de esperar un sesgo
estalinista. Se promovió el realismo socialista y la literatura de propaganda,
y se persiguió y encarceló a Heberto Padilla por un poemario desencantado de
las maravillas de la nueva Cuba.
Pero la
censura y las recetas fueron aplicadas de forma selectiva, obedeciendo al
principio de fidelidad antes mencionado. Carpentier, que se sometió a todas las
reglas del juego, y medró con ello, no se plegó al mandato de escribir
literatura “comprometida” o afín al realismo socialista y, salvo algún regaño
de Marinello, nadie se lo tuvo a mal. Su obra siguió por los mismos cauces que
antes, se publicó en el extranjero en lucrativas ediciones, y también en Cuba.
¿Qué tenían de realismo socialista o literatura comprometida novelas como Concierto barroco, El arpa y la sombra, El recurso del método o El derecho de asilo?
Nada. Carpentier siguió tan barroco como siempre. Cuando al final de su vida,
en un acto que tuvo más de senil que de sumiso (aunque puedo equivocarme), se
propuso escribir la novela de la revolución, le salió La consagración de la
primavera, un engendro que tuvo muy mala recepción y que no
alcanzó, tan siquiera, traducción al inglés. Pero Carpentier pudo campear por
sus barrocos fueros hasta el final, mientras que otros escritores, como el
propio Lezama, sufrían un ostracismo y hostigamiento que han sido ampliamente
documentados, y Paradiso necesitó
el permiso del propio Fidel Castro para ser publicada. De todos modos, ambos
Carpentier y Lezama, sobre todo el último gozan del respeto y la admiración de
los jóvenes escritores cubanos dentro y fuera de la isla, y nadie se acuerda,
sino para maldecirlos, de los comisarios culturales que empobrecieron con su
resentimiento de escritores fracasados la literatura cubana.
Es cierto que
Carpentier se tuvo que pagar de su bolsillo las ediciones de El reino de este mundo (1949)
y Los pasos perdidos (1953),
en una época cuando la literatura latinoamericana no estaba muy cotizada, y en
Cuba, y Venezuela, donde residía, se publicaban muy pocas novelas. Pero tuvo la
libertad de escribirlas como le dio la gana y de negociar traducciones en
Francia y Estados Unidos que le trajeron premios y reconocimientos muy
merecidos que lo convirtieron en una figura de relieve internacional. Un
escritor cubano residente en la isla no tiene esa libertad, y si logra publicar
fuera y descollar, tiene que temerle a la jauría de burócratas envidiosos que
lo hostigarán, como está pasando con Antonio José Ponte, expulsado de la Unión
de Escritores, y Abilio Estévez, que ha tenido que optar, como tantos otros,
por el exilio. Sin criterios de calidad independientes de las ideologías
manipuladas por los burócratas culturales que protegen sus privilegios la
literatura cubana seguirá sumida en la mediocridad. Son los gajes de la literatura
“comprometida” erigida en política estatal.
Pero el
envilecimiento ha descendido a niveles insospechados. Durante la crisis
provocada por el niño náufrago Elián González, varios “poetas” fueron llamados
a escribir poemas sobre él y a declamarlos por televisión. Algunos de mis
amigos, no sé si por miedo o porque la abyección es contagiosa en un ambiente
represivo, comparecieron ante las cámaras y recitaron sus porquerías. ¿Lo
habrán hecho sin sentirse humillados y ridículos? Pero ha habido cosas peores.
Tengo noticia de por lo menos dos escritores que han sido miembros del Consejo
de Estado, organismo que dócilmente ratifica fallos jurídicos, inclusive las
condenas a la pena capital. Varias sentencias de muerte, tal vez la de los tres
jóvenes negros que intentaron secuestrar un trasbordador hace tres años para
escapar de la isla, ostentan firmas muy conocidas en círculos culturales. No
creo que se hayan registrado jamás actos más viles en la historia de la
literatura latinoamericana.
(Literatura
comprometida. Revista Otro Lunes, diciembre 2007)
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