“Ay, mi querida
Leonor, pero he aquí que en 1959, mientras yo, junto al Leman, bailaba una
cavatina ante más de cien turcos erotizados y con el sha de Irán al piano,
estalla en mi país de origen una revolución comunista y, como un fogonazo, cae
en París uno de los maricones más temibles de la Tierra. Sabrás, mi querida
Leonor, que el nombre de ese maricón de raza negra y cuna pordiosera es Zebro
Sardoya, aunque todos lo conocen por la Chelo. Hija, ese ser satánico, que
tanto daño me ha hecho, nació en las planicies camagüeyanas en medio de verdes
cañaverales. Desde muy joven su pasión fueron los negros cortadores de caña,
pero como él no tenía ni siquiera un real de plata, que era el precio de cada
negro, tanto haitiano como cubano o jamaiquino, el susodicho Zebro (ahora la
Chelo) se dedicó a masturbarse con las cañas de azúcar. Ay, adorada hija, pena
me da contártelo, mais je dois toujours
dire la verité: tan fuerte era el fuego anal de esta criatura que las cañas
de azúcar al entrar en su trasero se derretían convirtiéndose en dulce guarapo.
Así asoló varias colonias cañeras. A veces una carreta completa era exprimida
por la Chelo en menos de lo que el boyero le lanzaba un zurriagazo. A tal punto
cundió la fama de este depravado que pronto el entonces rey del azúcar en la
isla de Cuba, el señor Lobo, lo contrató para que hiciera de central en una de
sus colonias más extensas. ¡Jesús, hija mía! De la Vieja Duquesa de Valero
conservo una carta (una de tantas) en la que, con ese lujo de detalles que es
típico en ella, me describe una molienda en un central del señor Lobo. La
Chelo, ya te dije en el ínterin que se trataba de Zebro Sardoya, se colocaba a
cuatro patas sobre una plataforma bajo la cual descargaban las carretas y los
camiones estibados de cañas que obreros agilísimos le iban introduciendo en el
ano. El rendimiento era enorme, en sólo una jornada la Chelo molía cincuenta
caballerías cuadradas de caña. La fortuna del señor Lobo se hizo aún más
gigantesca, compró más tierras y multiplicó los centrales, en los cuales el
trapiche portátil era siempre la Chelo. El señor Lobo fue uno de los personajes
más importantes durante la vida republicana y la Zebro se constituyó en su
brazo (o mejo dicho, su ano) derecho. Pero cuando triunfó la revolución, lo
primero que hicieron fue intervenirle en las propiedades mal habidas al señor
Lobo, denunciado por la Jibaroinglesa en su periódico Agitación. También quisieron meter presa a la Chelo por corrupción
agrícola, pero éste voló (pájaro siempre fue) y aquí cayó, ay, para desgracia
de toda mi existencia, idolatrado ángel mío.
(...)
Pues bien, volviendo
a los desvaríos de esa vieja loca y ninfomaniaca, sigamos correctamente el hilo
de su historia: sí, en 1959 llega a París Zebro Sardoya, un maricón terrible,
enfatuado, voluntarioso e intrigante, con ansias detriunfar en la Capital Luz.
Claro que, siendo que no tenía talento y que su única arma era el trasero
moledor, se colocó como criada y se puso también a trabajar la calle. Mientras
se la mamaba a los árabes, les robaba la cartera y luego les pagaba con cinco
francos la mamada, sacando por lo general cincuenta francos limpios; mientras
barría con la lengua el palacio de los Camacho y el castillo de la princesa
Hason, robaba las cortinas, y al estilo Scarlet O’Hara se hacía regios
modelitos y se iba a Pigalle, siempre de negrita rumbera, a fletear a los
diplomáticos japoneses y a los embajadores bosquimanos. Un domingo en que era
fornicado bajo el Pont-Neuf a cambio de un pescado podrido, acertó a pasar por
allí un viejo decrépito de orugen malayo. Aunque parezca increíble el viejo
(quizá porque ya estaba casi ciego) quedó prendado de la ex moledora de caña y
la invitó a un trago en el café de Flora, el centro intelectual de París. El
mico camagüeyano vio el cielo y todo lo demás abierto. El temible malayo,
conocido en todo París como la Momia (entonces tendría unos noventa años),
había hecho una fortuna durante la época de Hitler delatando a miles de judíos
y recibiendo la piel de cada víctima, con la cual fabricaba lámparas de mesa
que vendía al por mayor al señor Kurt van Heim. Aniquilado Hitler y terminada
la Segunda Guerra Mundial, la Momia optó por la ciudadanía francesa y desde
luego por un nombre absolutamente francés. En cuanto a Zebro, esa misma noche,
en el café de Flora, fue bautizado por el malayo genocida, íntimo de Sartre,
con el nombre de la Chelo.
La Chelo,
exhibicionista sin límites, sentía una enorme pasión por el bel canto y, como mal literato, por la
literatura. La Momia era dueña de una importante casa editora en París, por lo
que la Chelo, con halagos, remilgos, humillaciones, gratificaciones y cócteles
que costaban una fortuna, opacó a la condesa de Merlín en el campo de las
letras; a través de un sofisticado complot internacional se había hecho famosa
y había obtenido varios premios. En cuanto al bel canto, tuvo como profesores a Mario del Mónaco, a Marcelo
Quillévéré, a la Tebaldi, a María Callas y a Pavarotti, y aunque su voz seguía
siendo la de un grillo y su cuerpo el de un hipopótamo al que le hubiese caído
un rayo en la cabeza, provista de un complicado aparato mecánico que
amplificaba sus registros cantó en el Teatro de la Ópera de París, en la Scala
de Milán, en el Metropolitan Opera House de Nueva York. Hasta en la Chiesa di
Dante resonaron sus gorgorringos. Como si eso fuera poco, la camagüeyana se
puso un bollo plástico y costosísimo y con él sedujo a las damas más refinadas
de la cultura y de la política francesa. Ese bollo tenía la particularidad de
ser portátil y de fácil desconexión, por lo que, cuando había que seducir a un
hombre que ocupaba un cargo prominente, la loca se desprendía del bollo y con
mil sacrificios hacía uso de su miembro natural, que por ser negro no era
pequeño. En otras ocasiones, desde luego (con el embajador de Yugoslavia, con
el jefe de prensa del Vaticano, con el rey de África Ecuatorial), la loca hacía
uso de su culo, que, como ya hemos dicho, tenía unas facultades incalculables.
La China, la India y el mundo árabe fueron seducidos por su lengua. También a
través de los judíos franceses controló la radio; mediante los musulmanes, la
televisión, y como era íntima de Kadafy, a través del terror, se adueñó de la
prensa. Pues ella, lo mismo que ante una mujer se volvía mujer para seducirla y
ante un hombre se volvía un hombre para templárselo, también, de acuerdo con
las circunstancias, era musulmana, judía, cristiana, tibetana, pagana,
espiritista, animista, brahmanista, budista, yoruba, chiíta o atea... Ay, niña,
la loca era de ampanga. Cantante, locutora, escritora, benedictina, intrigante,
lujuriosa y agente de cualquier potencia que le supiera exaltar su ego hiperatrofiado.
Todobollipoderosísima, en fin, llegó a dominar, siendo una pobre analfabeta,
los cenáculos rosados de Francia y por ende el globo terráqueo”.
(El color del verano.
Tusquets, 1999)
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