Febrero es el mes de los
mejores cielos en La Habana, y es también el mes de los libros. Millones de
ejemplares y centenares de títulos se ponen a volar en el cielo de febrero
(abundan los papalotes empinados desde los fosos de la fortaleza), y es preciso
entonces aprovechar la ocasión. Pasa con los libros lo mismo que con el pescado
del tercer grupo o las almohadillas sanitarias para doncellas: cuando aparecen hay
que correr a comprar.
Porque luego sobrevendrá
la sequía hasta el próximo febrero, y ni siquiera con dinero enviado desde
Miami podrá hallarse en La Habana título que valga una lectura.
Salvo febrero de feria,
las librerías cubanas viven el año en tiempo muerto. Pero no vaya a creerse que
el mes de gracia produce mucha azúcar. Literariamente hablando, en la
feria puede hallarse su clásico (Machado de Assis, reeditado), su
extranjero contemporáneo (Juan Madrid o Thiago de Mello, dos infumables), los
isleños de obligación, y algún que otro exiliado que vuelve por unos días, para
congraciarse con las autoridades en la mayoría de los casos.
The rest, ojalá que silencio, hace el mayor volumen
de las publicaciones y corresponde a títulos que podrían tomarse por
transcripciones de las mesas redondas de cada tarde en televisión.
Noam Chomsky se asombró en
una jornada de esta feria de que, acompañándole en su recorrido altas figuras
del gobierno cubano, el grupo no se viera obligado a portar guardaespaldas.
Según él, un jerarca taíno podía pasearse en confianza, sin miedos ni
problemas, entre el público lector que abarrotaba el sitio.
“Que te crees tú éso,
viejito”, pensó la niña de ocho años que compraba un libro de colorear a unos
pasos del intelectual estadounidense.
Mirdalia Valdés Albarrán
es, desde hace un par de años, la mejor agente infantil de la policía secreta
cubana. Sin saberlo él, Noam Chomsky (Old Man and the Sea para los encargados
de esa operación) se encontraba rodeado por muy jóvenes segurosos. Sindo
Valcárcel Rabí, pionero de nueve años, hacía como que empinaba una chiringa.
Laritza Jardines Román, once años de edad y ya teniente, sorbía una Najita
mientras cuidaba a la mayimbería. Y el agente Javier Emeraldo Montes de Oca (Tigre
Juan como nombre de guerra) pasaba por padre de Arisdalys Vega Arán, chivatica
estudiante de tercer grado.
Crítico de la política
estadounidense y (tal vez) buen conocedor de ella, al tratar de problemas
mundiales Noam Chomsky ha dado muestras de lo corto de su entendimiento.
Recuérdese si no cómo, a fines de los setenta, él desmintió las primeras
noticias dadas por The New York Times
acerca de las masacres en Kampuchea. Puras invenciones de ese diario, afirmaba,
groseras maquinaciones anticomunistas. Todo para que luego le cayeran arriba
(en documental y en fotografías) pirámides de calaveras y restos humanos
fabricados por el régimen de Pol Pot.
Sin guardaespaldas se
paseaba la española Belén Gopegui. Con melena a la Sontag (pero sólo, ay, la
melena), viajó a La Habana para la presentación de la edición cubana de su
novela El lado frío de la almohada, publicada con prólogo (aquí al que no le
dan guardaespaldas le imponen prologuista) del actual presidente del Instituto Cubano del Libro, quien ha
dado en esas páginas su primera batalla como escritor.
Otro que pudo estrenarse
literariamente fue el cantautor Amaury Pérez Vidal, hijo de la finada
Consuelito Vidal y durante buen tiempo director artístico de las tribunas
abiertas antimperialistas. (Pérez Vidal ha escrito algunas de las líneas más
enigmáticas de la música cubana. Como éstas: “Porque un amigo / es un amigo / hasta tanto no te muestre lo contrario”.)
Volvió de su puesto de
embajadora cubana ante la UNESCO Soledad Cruz. Con poemario, eh. (Para quien no
la conozca, Soledad Cruz fue, desde las páginas del diario Juventud Rebelde, la Pedro de la Hoz de los ochenta, igual que éste
empecinada en meter jocico lo mismo en un concierto de la Sinfónica, en la
telenovela de turno, en el estreno fílmico o en un libro.) (Para quien la tenga
ya por conocida, vaya perla de su estancia parisina: deseosa de demostrar su
intimidad con Beethoven, en el intermedio de un concierto la embajadora Cruz
confesó a embajadores de otros países que la música del sordo tenía en ella la
facultad de pararle los pelos... del pubis.)
A esta edición de la
feria, dedicada a Brasil, las editoriales brasileñas trajeron libros
espléndidos. En generoso gesto, los donaron a instituciones cubanas. No
vendieron ni un ejemplar y ahora esos volúmenes formarán parte del decorado por
el que se pasea el director de la Biblioteca Nacional, doctor Eliades Acosta. U
otro sesudo director, Roberto Fernández Retamar. (Su último título, Cuba defendida, se mosqueaba de lo lindo
en los estantes de La Cabaña.)
Editores de varias
nacionalidades ofertaron muy poca obra de interés. Recorridas todas las celdas
de la vetusta fortaleza, a uno le entraban ganas de variarle la palabra a Noam
Chomsky para asombrarse de que, con dinero en los bosillos, pudiera dejarse
atrás y sin compra alguna feria tan visitada, tan magnífica y tan grande.
“Pues será el próximo febrero”, me consoló un amigo que salía, como yo, decepcionado.
Pero, ¿es que no sabía él
a quiénes dedicarían la del 2006?
“Como país, a Venezuela”,
le informé.
“¿Y a cuál autor del
patio?”, preguntó ya con voz temblorosa.
“Ángel Augier. Nancy
Morejón.”
Cada uno de esos nombres
sonó como un martillazo en el ataúd de la literatura.
“Oye”, se interesó de pronto, “¿tú compraste el libro de cuentos de Amaury Pérez Vidal?”
“Oye”, se interesó de pronto, “¿tú compraste el libro de cuentos de Amaury Pérez Vidal?”
Le respondí que no.
“Yo tampoco.”
Con muestras de gran
desasosiego, me pidió que volviéramos atrás.
“¿Otra vez a la feria?”
“¿Otra vez a la feria?”
“Es que, ¿tú sabes?,
pensándolo bien, habría que ver, a lo mejor no son tan malos los cuentos de ese
tipo.”
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