Sí,
Jorge Camacho tendría que escribir muchas páginas para convencerme de que Martí
no invierte el discurso civilizador de Sarmiento: en Nuestra América es
demasiado clara la antinomia: si el uno reivindica la autoctonía contra los que
llama "letrados de librería", y dice que "no hay batalla entre
la civilización y la barbarie", el otro —¡vaya casualidad!— fue el que
acuñó la famosa dicotomía.
Camacho
podrá decir, como ha hecho a propósito de "Mi raza", que Nuestra
América se escribió en el contexto de la preparación de la guerra, y
conociendo como conoce al dedillo el corpus martiano, acaso
encuentre algún apunte donde Martí esboce una idea diferente; nada de ello
desmiente el hecho de que lo que caracteriza el discurso martiano —ese discurso
que tomó forma en la polémica con los autonomistas y en la propaganda de la
guerra— es la idea de que "cubano es más que negro, más que mulato, más
que blanco" y la reivindicación de la autoctonía de América Latina.
Reconocer
esto no significa, desde luego, "defender" a Martí de los
desmitificadores como Camacho; claro que la retórica martiana de la fraternidad
racial alimentó el "mito de democracia racial" —para decirlo como
Aline Helg— que legitimó la ilegalización de los Independientes de Color y, a
la postre, la masacre de 1912.
Camacho
se busca un blanco de paja cuando afirma que al colocar a Martí en las
antípodas de Sarmiento reproduzco la visión de Retamar, según la cual
"Martí es el bueno, Sarmiento es el malo". Justamente, esta polémica
comenzó con un artículo donde yo señalaba, a propósito de Cuba y su
evolución colonial, la paradoja de que hayan sido los letrados positivistas
tan criticados por Martí quienes entregaron esos estudios sobre los
"factores del país" que en Nuestra América aquel
pedía.
Publicado
el 20 de mayo, ese artículo breve resultaba, desde luego, insuficiente para la
conmemoración, y por ello escribí otro sobre la vigencia de aquel debate entre
independentismo y autonomismo, a más de un siglo del fin de la Guerra del 95.
Fue entonces cuando apareció Camacho diciendo que insistir en ese contraste era
"ingenuo y simplista", pues todos —tanto Martí como los positivistas—
eran parte del liberalismo decimonónico analizado por Foucault.
Que
ahora me atribuya una apología tercermundista de Martí —que cualquier lector
puede comprobar que no hice—, acaso evidencia que el erudito Camacho se ha
quedado falto de argumentos; no veo en su último artículo una réplica
convincente para mi insistencia en que volver sobre la contradicción del
independentismo y el autonomismo no es tan simplista ni tan ingenuo.
Al
parecer, Camacho se sacó a Foucault de debajo de la manga como quien saca un as
de triunfo, pensando que traía "la última", y ante mi señalamiento de
la dificultad de plantear a partir de ahí el caso cubano, sin perder de vista
la diferencia entre democracia y totalitarismo —aparente o accesoria desde la
perspectiva radical de Foucault y otros pensadores contemporáneos, como Agamben
y Zizek—, no ha podido sino adoptar una ridícula pose de superioridad
intelectual.
En
el colmo del paternalismo, Camacho se muestra dispuesto a explicarnos matices,
recomienda otros escritos suyos, y llega a afirmar que no discrepa con
nosotros, sino con esos autores que no hacemos sino reproducir acríticamente:
Retamar, Ortiz, Marinello y Julio Ramos.
Somos
ventrílocuos de aquellos, y es él, Jorge Camacho, quien vendría a liberarnos de
semejante dictadura. Pero para eso —dice— tenemos que dejar de repetir "la
lección de la escuelita". Resulta, sin embargo, que lo que me enseñaron en
la escuela era que los autonomistas —reformistas de fin de siglo XIX— eran
anticubanos; eso dicen, de una forma u otra, los ideólogos del castrismo, como Retamar
y Vitier.
Reivindicar
la tradición autonomista, pensar de qué manera el discurso independentista
martiano es uno de los orígenes del castrismo, no es, entonces, seguir la
lección escolar, sino más bien lo contrario: reabrir un debate que fue cerrado
hace cuarenta años, en el discurso de Castro el 10 de octubre de 1968. Quizás
sea, eso sí, un camino trillado, pues por él han andado Montaner, Sorel, Rojas;
pero en todo caso resulta imprescindible, en mi opinión, para articular una
oposición intelectual al castrismo.
Camacho
no ha tenido la elegancia de ahorrarse el diagnóstico: mi acercamiento,
simplista y reproductor, es típicamente estudiantil. Pues bien, le devuelvo la
crítica: de estudiante es esa intoxicación teórica de la que ha hecho gala en
sus artículos. De estudiante —el mejor de la clase, ciertamente, siempre
deseoso de asumir la posición del maestro—, esa pretenciosa disposición a
explicarnos en próximas entregas las fuentes de Martí. De estudiante —que es
como decir, de profesor—, esa impaciencia por exhibir a las nuevas autoridades,
pensando ingenuamente que se está de vuelta cuando no se ha comprendido bien.
(Cuando faltan argumentos. Cubaencuentro,
junio 2008)
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