Hay como una especie de sentido de destrucción y de envidia en el cubano; en general, la inmensa mayoría no tolera la grandeza, no soporta que alguien destaque y quiere llevar a todos a la misma tabla rasa de la mediocridad general; eso es imperdonable. Lo más lamentable de Miami es que allí todo el mundo quiere ser poeta o escritor, pero sobre todo poeta; yo quedé sorprendido cuando vi una bibliografía de los poetas de Miami, escrita también por otra poeta miamense que, desde luego, no se hacía llamar poeta, sino poetisa; había más de tres mil poetas en aquella bibliografía. Ellos mismos se publicaban sus libros y se autonombraban poetas, y daban enormes tertulias a las que uno tenía que acudir porque si no quedaba como un apestado. Lydia le llamaba a aquellas poetisas “poetiesas”, y tampoco llamaba a Miami por su nombre sino “El Mierdal”. Lydia me decía siempre que yo tenía que irme inmediatamente de Miami a Nueva York, a París, a España, pero me decía que allí no me quedara; ella nunca ha tenido cabida dentro de aquel contexto chato, envidioso y mercantil, pero con ochenta años, no tenía otro sitio donde meterse. Lydia Cabrera pertenecía a una tradición más refinada, más profunda, más culta; y estaba muy lejos de aquellas poetisas de moños batidos y de constantes cursilerías, donde lo que predominaba era la figuración momentánea, y quien pudiera publicar un libro en el extranjero, que alcanzara cierta resonancia, era considerado casi un traidor.
(Antes que anochezca. Tusquets, 1992)
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