Friday, December 11, 2015

Emilio Ichikawa sobre “El canon cubano” de Roberto González Echevarría

Roberto González Echevarría se ubica, con saber de causa, al otro lado de aquellos que aseguran que la literatura, el arte en general, es capaz de soportar un escrutinio científico: linguístico, económico, estadístico, sociológico. Aquí, entre los sociologismos, se ubicarían las escuelas marxistas, cuyo contextualismo utiliza González Echevarría ocasionalmente, de modo pragmático, como cuando somete Tres tristes tigres a una suerte de veredicto clasista en la tesitura del más ortodoxo marxismo. Después de captar la esencia de esta novela como una «mueca linguística», afirma: «El discurso de Cabrera Infante emerge de un profundo resentimiento de clase que se manifiesta en un antiintelectualismo virulento —es el querer épater denigrando la literatura en favor del cine, y deformando los nombres de escritores y filósofos hasta el cansancio—» (Encuentro, nº 33, p. 15).
   El profesor confía en el «gusto» literario, un juicio formado en base al disfrute empírico y sostenido de la obra de arte, donde participan elementos tan importantes como la sensibilidad del receptor, la casualidad, la amistad y demás ciclos biográficos de quien, en este caso, lee.
   Y aquí se producen algunas cabriolas («vueltas de carnera», en cubano) que ponen en vilo la previsión de la consecuencia. Resulta que la posición cientificista, que debería proponer una lectura e interpretación con resultado monovalente (una pretensión lógica de «verdad demostrada», como es tradicional en la ciencia), cae en el relativismo: las muchas lecturas y la muchas interpretaciones, que son el resultado obligado de la existencia de «muchas» literaturas. Aparece aquí una ciencia deformada y promiscua respecto a su ideal autónomo moderno, pues ya no trata de ser verdadera o exacta sino justa. El Derecho, por su parte, degenerará en sentido contrario anhelando ser «científico», como el sexo, la cocina y las vacaciones.
   Este resultado le viene al cientificismo relativista literario por la predeterminación política y, en lo epistémico, por tratar de suponer que, en tanto sociedad, la verdad es el historicismo y lo correcto el multiculturalismo.
(…)
   González Echevarría ha estudiado a los «cientificistas» pero escoge otro rumbo. Se afinca en la impresión, el sentimiento intelectual, el amor al arte (en sentido estricto y rigurosísimo) y, sin embargo, no arriba (como parecería lógico) al relativismo que desde Hume otorga el sentimiento, sino al «canonicismo», al «absolutismo».
   Y otra voltereta más, casi de mareo: el ser un «sujeto privilegiado del canon» lo lleva a la proclamación retórica de la modestia, derivando así una ética de la lectura formalmente tolerante si consideramos el método de establecimiento del canon (la libre interpretación, el juego intelectual) pero no el resultado, que es la formulación de un recetario en términos ya no de lecturas correctas e incorrectas, sino de lecturas malas y buenas. En el ejercicio de esta facultad, González Echevarría no es sólo, como él mismo acepta, «el portero», sino más bien el «pitcher». Según cuenta, reseñó cierta vez para el Times una novela de la escritora dominicana Julia Álvarez que calificó como «mala»; uso categorial que nos habla una vez más de una ética de la literatura más que de una ciencia de la obra de arte.
   Es decir, hay una consecuencia moral que deriva directamente del proceso de leer y que funciona más allá del libro. Como vemos en el propio homenaje que la revista Encuentro organiza al profesor, ese desbordamiento moral alcanza cuando menos una ética de la amistad, a una filia de profesión. La simpatía moral que transpiran los textos encargados y escritos a propósito de Roberto González Echevarría, incluyendo el que es de su autoría, nos habla más de una familia letrada que de la ya humildemente utópica ciudad que nos legara Ángel Rama.
   Ahora bien, después de todo esto viene el giro hacia el suelo. Es cuando la autoridad canónica se introduce por la puerta del fondo, a través de un pudoroso ejercicio de inspiración hegeliana. Refiero el restablecimiento del autoritarismo canónico citando las propias palabras de Roberto González Echevarría al final del ensayo «Oye mi son: el canon cubano»: «Mis juicios son míos, pero me inclino a pensar que son los de muchos otros, que obedecen a categorías que trascienden mis gustos, a imperativos que son tan categóricos como puede ser lo humano…» (Encuentro, p. 18).
   Es decir, cuando el espíritu hegeliano adopta su fase estética, específicamente literaria, muy específicamente la fase de literatura latinoamericana y cubana, ese espíritu invade platónicamente el corpus accidental de Roberto González Echevarría; entonces el autor se convierte en canal y, astutamente, lo absoluto empieza a hablar con aparencia singular a través de él desde un hermoso campus de New Haven. O desde sus cielos, a la manera de un criticista Saint Exupery. Lo subjetivo deja de serlo y deviene universal, canónico.

(En vez de maldecirte. Encuentro de la cultura cubana, Nos. 43/35, otoño-invierno, 2004-2005)

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