Ahora el crítico cubano Duanel
Díaz reúne en la editorial Verbum varios ensayos, que constituyen el grueso de
su tesis doctoral en la Universidad de Princeton, y titula el volumen tal y
como Fehér nombró aquel clásico, en el año de la caída del Muro de Berlín y el
bicentenario de la Revolución Francesa. Pero el sentido que Díaz da a esa
expresión no se corresponde con el que le dio Fehér, a pesar de que, en una
evidente manipulación del lector, Díaz sugiere lo contrario en las páginas
introductorias de su libro.
Para Ferenc Fehér, quien seguía en aquel
estudio las ideas de Hannah Arendt, en su ensayo On Revolution (1963) –texto que, como hoy sabemos, estuvo motivado
por un seminario sobre los “Estados Unidos y el espíritu de la Revolución”, en
Princeton, cuya conferencia magistral corrió a cargo de Fidel Castro, en abril
de 1959- la “revolución congelada” era, específicamente, el momento radical del
jacobinismo y el terror, entre 1793 y 1794. Es con la Arendt de On Revolution,
y no con la de On Violence, con quien dialoga el “ensayo sobre el jacobinismo”.
Fehér coincidía con grandes historiadores
revisionistas británicos o franceses, marxistas o liberales, como Georges
Lefebvre, A. Cobban y Francois Furet, en que la revolución francesa no había
sido un movimiento homogéneo ni continuo sino un proceso plural y zigzagueante
que desembocaba en el imperio napoleónico, sin que este último régimen pudiera
ser comprendido como la síntesis o la consumación de toda aquella experiencia
histórica de 25 años, como pretendía el bonapartismo.
La “revolución congelada”, según Fehér, no
era, por tanto, toda la revolución o todas las fases de la revolución francesa,
sino una en particular, la de los dos años jacobinos. Lo que se congelaba era
un momento del pasado, que, por su extrema radicalidad se volvía una suerte de
cápsula imaginaria, que se veía desconectada del presente y trascendida en el
futuro de Francia y Europa. Díaz, en cambio, piensa que una revolución
congelada es algo continuo e imperecedero, sometido a múltiples “peripecias” y
“dialécticas” que garantizan su “conservación”.
Piensa eso porque, además de tergiversar el
sentido conceptual de Fehér, confunde, como es tan común en la opinión pública
de la isla o del exilio, revolución con fidelismo o castrismo, socialismo o totalitarismo,
es decir, confunde revolución y régimen. No sólo de una lectura del título y el
subtítulo se desprende que lo que, a juicio de Díaz, garantiza la conservación
simbólica de esa revolución son las “dialécticas del castrismo”. También en
varios pasajes de las páginas introductorias y de los respectivos capítulos se
percibe, ya no una imprecisión, sino una amalgama conceptual, donde las
fronteras entre lo político y lo simbólico intentan diluirse en una “estética”,
que tampoco ha sido la misma en medio siglo.
Si a lo que Díaz se refiere es a la usura
simbólica del “entusiasmo” revolucionario, en los 70, 80 o 90, por parte del
poder, tendría que reconocer que dicha usura no se centró especialmente en el
momento más radical o jacobino de la Revolución, que podría enmarcarse en la
Ofensiva Revolucionaria (1967-68), ya que, para empezar, la
institucionalización y la sovietización en los 70 respondieron a una simbología
y una estética diferentes, en las que la propia figura del Che Guevara quedaba
bastante desdibujada. Por otra parte, en los 80, 90 y principios de los 2000,
esos mecanismos de reproducción simbólica de la legitimidad estuvieron mucho
más concentrados en la persona de Fidel Castro, que en una nostalgia por los
60.
De hecho, el Moncada, el Granma, la Sierra,
es decir, los hitos de la insurrección contra Batista, en los 50, han sido
siempre más importantes, para esa usura simbólica, que la Nueva Izquierda y los
60, que, por otra parte, Díaz no capta en su verdadera diversidad ideológica.
La historiografía sobre la Nueva Izquierda se ha renovado extraordinariamente
en los últimos años, reconstruyendo la pluralidad constitutiva de aquellas
prácticas y discursos. A pesar de ser un tema clave en su libro, Díaz no repara
en esa renovación del campo y se relaciona con ese archivo desde ideas
anticuadas y hasta prejuiciadas.
Dice en algún momento Díaz que el carácter
“congelado” lo comparte la cubana con otras dos revoluciones, la francesa y la
rusa. ¿Cómo? ¿No está bastante establecido en la historiografía que la
revolución rusa fue más homogénea que la francesa o la mexicana, que, en sí
mismas, fueron varias? Precisamente, una idea emparentada con la noción de
“revolución congelada” sería la trotskista de “revolución permanente”, pero ya
para fines de los 20 Trotski pensaba que no era esa lógica, sino su negación,
lo que se arraigaba con el estalinismo. La variante mexicana sería la tesis de
la “revolución interrumpida” de Adolfo Gilly, quien veía el zapatismo como
equivalente del jacobinismo en México.
La equivocada interpretación de Díaz, en
resumidas cuentas, reproduce el mismo lugar común del discurso oficial –que la
revolución cubana sigue viva, aunque sea hibernando-, pero formulado desde una
perspectiva crítica. Una crítica, huelga decir, en extremo superficial, con muy
poca inmersión en la historia intelectual y en la filosofía política, que
serían dos áreas del saber ineludibles en un libro como este. Y el problema
radica, precisamente ahí, a Díaz le interesa importar grandes temas de la historia
y la filosofía, desde la crítica literaria, sin tomarse el trabajo de
documentar su libro teórica e históricamente.
Hay páginas enteras de este libro, como el
lector puede comprobar fácilmente, que son sucesiones interminables de citas de
Claude Julien, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Frantz Fanon, sin una
rearticulación mínima del repertorio intelectual de aquellos pensadores
franceses y el contacto -o la tensión, que también hubo- de sus ideas con el
fenómeno cubano. A falta de una verdadera interpretación personal de esa
conexión, Díaz se limita a glosar con extrañeza aquellas ideas libertarias de
los 60, atribuyéndoles una especie de fascinación patológica con la violencia o
la dictadura en el Tercer Mundo.
En otro momento del libro se mezclan festinadamente
las ideas liberales de Arendt y Fehér sobre la revolución con el neomarxismo de
Alain Badiou, cuyos conceptos sobre “lo real”, “el evento”, la historia del
siglo XX o, específicamente, el comunismo, no se avienen con pensadores como
aquellos, que llegaron a sostener que el jacobinismo era un antecedente del
totalitarismo comunista y el “socialismo real”. Esos guiños al neomarxismo
parecen epidérmicos, determinados por los rituales de la etiqueta académica y
no verdaderas apropiaciones intelectuales.
Es curioso que el autor de un volumen como La revolución congelada. Dialécticas del
castrismo (2014), presuma de escribir “libros orgánicos”. Son tantos los
temas que se tratan aquí –la izquierda francesa, el hombre nuevo, el turismo
revolucionario, la cultura de la violencia, la novela policíaca, el kitsch
socialista, el discurso de las ruinas, la fotografía del "periodo
especial", los “dos cuerpos del rey”…- que es difícil extraer alguna idea
rectora, fuera de la muy cuestionable de una “revolución congelada”. Esa
dificultad se duplica por el cúmulo de transcripciones textuales, la falta de
una voz ensayística y la reproducción de no pocos estereotipos ideológicos.
Casi todos -o todos- los temas aludidos en
este libro ya han sido trabajados, con mayor rigor, originalidad y soltura, por
académicos o ensayistas, que no siempre están debidamente citados o referidos.
Es una limitación recurrente de Díaz, que se lee desde su primer libro sobre
Jorge Mañach, y que tampoco está ausente en otros dos posteriores, Los límites del origenismo (2005) y Palabras del trasfondo (2009). Y esos
escamoteos tienen su origen en una idea estrictamente agonística del trabajo
intelectual, donde predomina la retórica de la diatriba, sea contra Mañach,
contra Orígenes -o, más bien, cierto “origenismo” que deliberadamente confunde
con esa revista y los poetas que la editaron- o contra los tantos escritores
que enjuicia como “cómplices del régimen”.
No voy a imitar a Díaz, diciendo que su
último libro carece de valor. Como el anterior, que critiqué en este blog hace
cinco años, este también participa del campo revisionista que se está abriendo
en el análisis de la Revolución Cubana, sobre todo en la academia
historiográfica y en los estudios culturales en Estados Unidos. Pero el aporte
de este libro, junto a otros que están renovando las visiones sobre la realidad
insular, en los años 60 y 70, es menor. Algunos de sus aciertos, como el
análisis de la novela policiaca, pierden visibilidad por esa superposición
mecánica de citas y glosas y por el abuso de una lectura ideológica de la
literatura.
(¿Revolución congelada? Blog Libros del Crepúsculo, septiembre 2014)
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