La cumbre de lo espiritual es
hacerse poeta o árbitro de pelota. Ya sé que todo hombre es un árbitro, y por
declinación, poeta. Pero los hay que no sólo exteriorizan ese razonamiento
metafórico, sino que lo escriben, y llegan al colmo de publicarlo, contaminando
así a sus congéneres. Era su caso. Perdón, era su caso un caso singular entre
los hombres, a pesar de que hubo muchos que se dedicaron a la producción de
melcocha. Usted les superaba porque poseía una sensibilidad a medio camino
entre el fabricante de guarapo lírico y el decorador de carrozas de carnaval;
entre el grabador de sortijas y el fabricante de serpentinas.
Era de Matanzas, cosa que no me extraña
mucho a esta altura de la vida. Nacer en Matanzas en 1883, y dedicarse, con
temblorina pluma, al genocidio sentimental, viene como cantado. Sólo usted,
entre la tropa de jenízaros románticos de la época, pudo llegar a esa cumbre de
lo picúo en su famoso y ambiguo poema A Safo, cuando escribió: "guardan el
tabernáculo de mi hostia maldita".
Ligar tabernáculo con hostia, y calificarla
de maldita, es una de las acciones más atrevidas que se han hecho en poesía.
Cada vez que mi vida ha corrido peligro, en los instantes de mayor tensión
emocional, cuando la saliva se me convierte en cuchillas de afeitar, recito
mentalmente ese poema y el ataque de risa relaja mis músculos con unos espasmos
que algunos médicos han confundido con un ataque de epilepsia.
El misterio de su éxito lo encuentro en ese
abismo cósmico de su nacimiento y su destino laboral. Parido un 9 de mayo no
podía hacer otra cosa, ya crecidito, que irse a radicar a Cienfuegos, en lugar
de la ruta normal que dictaba la evolución: irse a La Habana. ¿Y qué hizo en
Cienfuegos? Trabajar como químico en una fábrica de jabón. He ahí el origen de
todas sus pompas, lo resbaloso de sus símiles, la pulcritud de sus tropos. Un
tropo bañado se estropea. Una metáfora se hace demasiado espumosa si se le
añade sosa cáustica. O se queda sosa o termina quemando.
Si no se hubiese llamado Hilarión, nombre
que lleva a la hilaridad, sino Rafael, toda su obra podría ser catalogada como
una felonía. Hilarión es un Hilario agudo, agigantado, demasiado sonoro para
vivir en un barrio tranquilo. Estaba tan lleno de música que no sé cómo sus
contemporáneos no lo aplastaron para que se hiciera disco. Quizá no le
alcanzaba la pasta para eso. Un disco lleva surcos, y los poetas le huimos a
esa palabra como al demonio. Pudieron, sin embargo, amputarle los brazos para
que no escribiera, pero sospecho que los hubiera dictado, así que no habría
quedado más remedio que hacerle la lobotomía. La ciencia no estaba tan
desarrollada por entonces. Usted pudo salirse con la suya y consagrarse como un
poeta floral.
¿Pueden los poetas mentir? Un poco, sí, cómo
que no. La sensibilidad obliga a sublimar. El poeta puede permitirse cosas más
concretas que el discurso de un político, que suele ser precisamente de concreto.
Un poeta tiene licencia para soltar alguna que otra mentirijilla, algún
algodonazo impalpable, ciertas promesas delirantes que a nadie dañan. Lo que no
le está permitido a un poeta es engañar, y menos repetirlo sin ser acusado de
alevosía. Y mucho menos sonar, en sonoros endecasílabos, una guayaba como esta
suya: "Aquel amor de ensueños que te canté al oído / a otras dormidas
vírgenes les he vuelto a cantar". Me opongo.
Comenzando porque no sé explicarme dónde
encontró esa cantidad de vírgenes dormidas a quienes afirma haberles cantado. O
tenía menos voz que un miembro de la Nueva Trova o era dueño de una carga
hipnótica insoportable y llena de sopor. A una virgen no se le musita nada al
oído, como tampoco se le entonan cancioncitas. No. A una virgen dormida se le
despierta y se le rescata de esa onerosa condición virginal. Entiendo que no
podía hacer usted otra cosa. Estaba atado a su estilo. Era prisionero de su
leyenda, aunque me ha llegado el rumor de que en realidad aborrecía a las
vírgenes y a las no vírgenes, y lo que realmente disfrutaba era del contrabando
de butifarras por la trastienda.
¿Puede un poeta fingir? Es posible. Si a
diario se fingen amores al pueblo y orgasmos de alcoba, cómo no puede un
versificador tirar algún que otro engañoso pasillo. La posibilidad de fingir
del poeta es personal e intransferible. Y es su responsabilidad ser comedido en
el engaño, porque luego va la gente humilde, se cree todo lo que se dice en los
versitos, confía en cosas como el amor eterno, en que la unión será hasta la
muerte, y una mala mañana rocían de kerosene al marido y lo convierten en monje
budista ardiendo sin permiso del incendiado. Si una escritura tan bonita
impulsa luego a la puñalada trapera, al desquicie por ensoñación o a que la
gente consuma con glotonería telenovelas y bolerones, ya el poeta es un
criminal.
De esa catadura llegó a ser usted. Una
fachada de poeta soñador, que ni se acercaba a una buena tuberculosis, como
todos saben debe ser un poeta romántico. Ni una tos, ni un esputo, ni un carraspeo.
Más musical que un tío vivo. Más tocado que una pandereta en reunión de
borrachos. Más abrumador que una maruga o la clausura de un congreso del
partido comunista.
Le salva, de alguna manera, que a ratos
tenía destellos de autocrítica. Por eso tituló uno de sus libros Breviario de mi vida inútil, del que
abreviaron miles de inútiles, calmando sus bajas pasiones poéticas. Versificar
con facilidad, con ritmito, con cadencia —moviendo las cadencias impúdicas— y
rellenando todo con oropeles y adjetivos rimbombantes es provocar que a la
gente le suba y le baje la pasión arterial. Y lo peor de todo es que esos
versos cantarinos se recuerdan con más facilidad que los 25 sabores que tuvo en
sus inicios la heladería Coppelia. Son de por vida.
Cuando el siglo XX dejó de tomar leche y le
salió acné juvenil, hizo usted una cosa monstruosa: dejó de fabricar jabones
para dedicarse al periodismo. Conozco casos actuales que han realizado el
trayecto a la inversa en el periodismo cubano, y hoy por hoy construyen unos
intragables ladrillos jabonosos de la peor calaña.
Qué horror un verso como este:
"Inútilmente domo mis antojos", que anda jociqueando parejo con
"¡y me enterré el cadáver en el alma!". Después de eso siguió usted
vivo, campechanísimo, preparado para escribir esa Historia me absolverá de la ranchera sentimental que es La lágrima infinita. Con tanto valiente
que había en esa época pululando por bares y cafetines y que nadie se atreviera
a aporrearlo un poco a ver si se le pasmaban los arroyos poéticos.
Y eso que había estudiado en Barcelona. Con
ese motazo en su currículo se hacía poco menos que intocable. Podía pastar a
mansalva porque ya habían pasado otros rellenando el corral de cisnes y la
orilla de doradas caracolas. Por eso soltaba cosas como "ni apaga nuestra
sed la misma fuente" y se iba a tomar un café con leche sin que le
temblara el pulso, aunque hubiera levantado en vilo un fiambre sobre el alma
primitiva de la nación con estos dos clavos de olor: "Después, cargué mi
amor rígido y yerto. / Lloré mucho; recé, velé a mi muerto…", como si un
difunto necesitara adjetivarse en su rigidez y ser rociado por agua de
lagrimal.
Me quedan cosas por decirle. Muchas.
Borbotones en la camisa y en el buche, toneladas de objeciones. Lo dejaré, si
me lo permiten usted y "el fardo de mi vida trunca". Cuestionaré
ligeramente su llanto incontenible y el poema que más famoso le hizo: el del
cunnilingus versificado. Le dejo arrodillado hasta entonces, jadeante y con la
lengua afuera.
De todos modos nos dejó pronto, más le
valía. En su descarga —que no fue, a mi pesar, una descarga de fusilería— digo
que no le dio por lo heroico, por lo estoico, por lo adocenante y por adornar
con palabras los altares patrios. Un poeta está mucho mejor en el Parnaso que
en el Panteón de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.
(Carta a Hilarión Cabrisas [I]. Cubaencuentro, abril 2006)
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