“No bien puse los pies en el establecimiento del doctor Gil, sentí claramente que era una casa dedicada al tiempo. No vi vestíbulo, no vi salón de espera. Caímos de lleno en el océano temporal. Océano con capacidad para doscientos bloques de hielo. Todos estaban ocupados. Henry me mostró a Edmundo. Lo habín colocado en el compartimiento más bajo de aquella extraña flota. No estaba precisamente incrustado, metido en un bloque, o al menos así me lo pareció. Por lo que el cristal me permitía apreciar, Edmundo, desnudo y azul, estaba sentado sobre un témpano. Este Edmundo, reducido al menor espacio posible, navegando plácidamente por las aguas del tiempo (al menos, eso afirmaba el doctor Gil), debió de haber fracasado en toda la línea para apartarse de modo tan tajante de la sociedad de los hombres. Viéndolo así, desnudo y azul, callado y monstruoso, comprendí que el aburrimiento, los fracasos del alma, la soledad en compañía, lo habían llevado a la estéril solución del bajo cero. Por primera vez, la vida y la muerte se daban la mano, comían en el mismo plato. Suponiendo que le dirigiera la palabra, Edmundo no me respondería, pero, al mismo, tiempo, mis palabras no estarían dirigidas a un cadáver. Edmundo era más inquietante y enigmático que un cadáver.”
(Presiones y diamantes, capítulo V)
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