La actitud de Ismael fue completamente contraria a la de casi todos los escritores de la UNEAC y la de mis amigos anteriores. La gente de la UNEAC fue especialmente miserable; todos me negaron el saludo. De pronto, yo me convertí en una persona invisible. Antonio Benítez Rojo, que era oficial de la Casa de las Américas, dejó de saludarme; no me veía cuando yo pasaba; así sucedió con casi todos. Y otros, tal vez por simple cobardía, se olvidaron de mi presencia, aunque habíamos compartido una larga amistad, como fue el caso de Reinaldo Gómez Ramos. Reinaldo se acercó a mí para decirme que había unos manuscritos míos que estaban en su casa y que él no los podía guardar más; que tenía que destruirlos o entregármelos. Yo le di cita en la esquina de su casa para recoger los manuscritos, aunque ya no confiaba en nadie y pensaba que podía ser un informante de la seguridad del estado. Reinaldo se me acercó absolutamente aterrorizado y me los entregó; yo los tomé y los tiré por el tragante del desagüe del alcantarillado. Era lo mejor que podía hacer en un caso como aquél, porque en caso de que fuera informante, ya no podía delatarme pues no existía ninguna prueba. Pero aun cuando no hubiese sido informante, como persona dada al chisme, le hubiese podido comunicar a sus amigos, al mismo Coco Salá, que me había devuelto aquellos manuscritos; esto hubiera sido terrible para mí. Era lamentable la actitud de muchos de aquellos amigos en los que yo había depositado mi confianza y ahora, en un momento en el que no tenía ni donde vivir, no podían siquiera guardarme aquellos manuscritos.
(Antes que anochezca, Tusquets, 1992)
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