Monday, April 6, 2015

Reinaldo Arenas vs. Pablo Armando Fernández y Miguel Barnet

¿Quiénes eran aquellos horribles maricones de cuerpos elefantiásicos? ¿Quiénes eran aquellos traidores viles que habían logrado infiltrarse en el cogollito de Olga Andreu? Es hora pues de que digamos sus nombres. Eran la Paula Amanda (alias Luis Fernanda) y la Miguel Barniz. Eran, y guárdense esos nombres en su memoria, dos de los más fieles confidentes de Fifo, a quien veneraban no sólo políticamente, sino también físicamente.
   Pues bien, en cuanto la regia Piñera terminó su lectura magistral, los maricones informantes lo abrazaron, lo felicitaron llorando y patieron a toda velocidad cada una por rumbo distinto (pues se trataban de informantes supersecretos) hacia la puerta especial que comunicaba con el Jardín de las Computadoras, situado a un costado superior del palacio fifal. Ambos maricones, grabadora en mano, se encontraron frente a frente junto a la puerta oficial. Cada uno de los informantes enrojeció de furia al pensar que el otro podría entregar primero el informe. Al mismo tiempo que las dos locas golpeaban desesperadas la puerta oficial con una mano  en la que sostenían la grabadora, con la otra se arañaban, intentaban sacarse los ojos , se tiraban de sus inmensas lenguas, se retorcían las orejas; todo eso mientras se impartían repetidas patadas en sus vastos vientres. En un momento dado, la furia de la Paula Amanda fue tan terrible que agarró a la Barniz por su larguísima cabellera y de un tirón la dejó calva, quedándose así el pájaro para el resto de sus días (cualquier otra versión sobre la calvicie de ese monstruo es falsa). Pero la Barniz, aullando de dolor por la pérdida de su cuero cabelludo, maniobró con tal furia su garfio libre que sin dejar de tocar a la puerta especial le arrancó a la Paula Amanda todo el mentón (desde entonces este maricón ostenta unas largas barbas blancas, dizque en homenaje a Fifo, pero en realidad lo que hace es cubrirse la terrible deformación causada por la Barniz). Las locas sangrantes seguían armando tal alboroto que por último la puerta especial se abrió y en ella apareció el mismo Fifo en persona rodeado por su escolta regia. Las dos locas se tiraron de rodillas ante Fifo y comenzaron a lamerle las botas a la vez que, alzando las manos, le entregaban las grabadoras mientras entre ellas se propinaban terribles patadas. Fifo ordenó a sus escoltas que las separaran e inmediatamente escuchó el contenido de ambas grabadoras. Magnánimo, postuló:
   –Ambos informes son idénticos y me han sido suministrados al mismo tiempo, de modo que sólo uno de ellos se le entregará a las computadoras. Pero los nombres de ustedes dos quedarán en el registro secreto como si el informe hubiese sido elevado por ambos. En cuanto a la Gran Medalla Patria, no se preocupen que ambos la recibirán el día de la gran fiesta precarnaval en homenaje a mis cincuenta años en el poder. Esa mima noche —y aquí se dirigió a su regia escolta— quiero que me liquiden a Virgilio. Pero óiganlo bien: quiero un trabajo limpio y silencioso, nada de estruendo ni ametrallamientos, como han hecho ustedes en Miami contra mis enemigos. Aquí hay que ser más cautelosos porque tenemos menos aliados. Así pues, quiero que ese hijo de puta muera como de una muerte natural y discreta (un infarto, tal vez un suicidio) que pase inadvertida entre el barullo del carnaval, del cual yo seré su alma y centro. Y en cuanto a ustedes —y aquí se volvió a dirigir a las locas sangrantes y arrobadas—, marchaos y seguid trabajando en la sombra, como verdaderos héroes y hormiguitas.

(El color del verano. Tusquets, 1999)

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