Tuesday, March 10, 2015

Alan West vs. Guillermo Cabrera Infante

Confieso que empecé a leer a Guillermo Cabrera Infante no sólo para conocer el mundo de mis padres en Cuba, sino también lo que les rodeaba y no conocía. Luego intervinieron otros motivos que todavía no dejan de conmoverme: un amor a la palabra, un embeleso con el cine, pasiones políticas. Me intriga su facilidad en cruzar y deshacer los géneros (literarios, claro) con asombrosa picardía. Pero Caín cansa. La fatiga que induce en parte se debe a sus obsesiones: Cuba, sexo, Fidel aunque no siempre en ese orden; a su retórica de roña, y tal vez a su inimitable y corrosiva monomanía (personal y política). El autor diría que Cuba es eso, una repetición alucinante de unos pocos temas o realidades. No importa. Al escritor le corresponde que sus obsesiones despierten no sólo interés sino fascinación en sus lectores. Autor obsesivo por excelencia, Virgilio Piñera nos legó una obra que produce en el lector una especie de delirio de persecución, y, como dice María Zambrano, cuando nacen/aparecen los dioses hay una persecución del hombre. (Tal vez para ambos ese perseguidor es el dios de la literatura). Cabrera tiene su lugar en las letras cubanas asegurado hace tiempo, pero su producción en los últimos diecisiete años deja mucho que desear. Desde el coco rallado de Tres Tristes Tigres (TTT) ha venido el disco rayado de Mea Cuba. Su Delito por bailar el Chachachá, con tres relatos, recicla dos cuentos de hace veinte y treinta y cinco años respectivamente. Esta queja no es agravio ni regaño sino lamento sobre un autor cuya obra he admirado toda mi vida. Mientras más se le ha alejado de la isla, mayor ha sido la pérdida de amplitud en visión y creación.

(La implacable energía de Caín. Encuentro de la cultura cubana, No. 2, otoño, 1996)

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