Para ofrecer una descripción de las problemáticas pertinentes al tratamiento del racismo en su variante cubana escribe Pérez Castillo, en el artículo muy combativamente titulado Para los negros, la Revolución no ha terminado, ni para nadie de este lado, el siguiente párrafo en apariencia perfecto:
“Si bien de pronto los negros tenían derecho a asistir a las mismas escuelas que los blancos, a acceder a los mismos empleos que los blancos, a compartir las mismas playas y el mismo sol sobre la arena que los blancos, lo grave, lo que nunca se les concedió de jure, para decirlo mal y rápido, fue el derecho a seguir cantando sus canciones, a seguir bailando sus pasiones, y a seguir orándole a sus divinidades. O sea, lo que nunca se debatió ni se planteó sobre el papel, en blanco y negro, fue el derecho de los negros a ser negros.”
Pese al esfuerzo por demostrar solidaridad el fragmento es una monumental muestra de incomprensión del argumento que se intenta defender y contiene tres planteos horriblemente racistas. Lo primero a decir es que el párrafo opera sobre la idea de que hay un grupo subalterno (los negros) al cual un agente externo (innominado) tiene el derecho de permitirles que sigan “cantando sus canciones”, “bailando sus pasiones” y “orándole a sus divinidades”. En el contexto del párrafo dicho agente externo (al cual, por demás, los negros pasivamente parecer aceptar como gran juez), de estatura cuasi-divinal, no pueden sino ser el grupo de “los blancos” decidiendo destinos gracias al abanico de posibilidades sobre el otro que abre el detentar el poder político. Lo más increíble del aserto es que, de manera implícita, Pérez Castillo ha dicho lo que ni siquiera el Times abiertamente escribió: que el poder político ha sido consistentemente blanco.
Además de ello, en una segunda muestra de racismo, el articulista ha construido –para ese grupo del cual se distancia- un catálogo de supuestos signos de identificación y pertenencia; según él esos, “los negros”, tienen “sus canciones”, “sus pasiones”, “sus dioses” y probablemente “sus bailes”. Pero ser negro es mucho más, incluso, que todo lo anterior, por tal motivo –desde el punto de vista del autor– ¿sería posible saber que significa la frase “el derecho de los negros a ser negros”? La simplificación aquí va acompañada de una visión exotizadora incapaz de manejar, dentro del conjunto, a aquellos negros que no tienen dioses, no bailan, ni cantan ni comparten secretas pasiones; es decir, un negro cuyo afrocentrismo esté fundado en otra cosa que la religión. A estas alturas del siglo XXI, además de Gobineau y Lombroso, ¿puede alguien explicarme cuáles son esas pasiones secretas que, al parecer, debo de tener como negro y que lamentablemente ignoro?
Confieso que algo se me escapa y mi sentido del humor se contrae cuando la condición racial de individuos negros sirve para provocar sonrisas; en esta ocasión porque es de suponer que haya algún chiste oculto tras de la sorna en el siguiente fragmento de Pérez Castillo:
“Zurbano es un negro muy pero que muy bien empoderado —le bastan le bastan unos pocos, para no decir pobres, ridículos ejemplos: los negros tienen las peores casas y por tanto no podrán hospedar a nadie ni aspirar a crear en ellas cafeterías ni restaurantes.”
Puesto que no veo la gracia, imagino que Pérez Castillo no esté intentando sugerir que lo recién dicho es falso; o sea, ¿qué tienen las mejores casas, con la ventaja que ello representa? Claro, ahora entiendo el chiste (pero me gustaría escuchárselo contar en el barrio donde vivo, avecindado con Carraguao, el Pilar, Atarés y el Canal del Cerro). A lo mejor esos que viven en las casas malas también se ríen.
(Dolor, alegría y resistencia, La Jiribilla, abril 2013)
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