A semejanza de La novela de mi vida, El hombre que amaba a los perros termina por desestimar la propuesta geométrica que establece al inicio. La novela frustra un ejercicio de intersección que prometía ser excelente. En ese ejercicio, el asesino de Trostki se acerca a un desconocido, Iván Cárdenas, para confesarse. El encuentro ocurre en una playa habanera y supondría la intersección del estalinismo, que utilizó a Mercader como brazo armado, y del castrismo, que lo acoge como huésped. Pero Padura huye de una posibilidad así y, aunque menos torpemente que en su libro anterior, se apresura a desdibujarla. Intenta que esta pregunta de Trotski citada por él no haga metástasis en la revolución cubana: "¿la dictadura fue una necesidad histórica insoslayable, la única alternativa del sistema?".
Concluida la novela sabemos por qué Trotski se estableció en México, por qué Stalin ordenó matar a Trotski, por qué Mercader hizo de esbirro, pero desconocemos las razones que llevaron a Mercader a Cuba. Y no es que la cuestión no aparezca en varios momentos, sino que aparece como pregunta retórica, que no aguarda respuesta. O más exactamente, como pregunta horrorizada de encontrar respuesta.
Nada se conjetura acerca del acuerdo entre partidos comunistas que tuvo que existir para que Mercader fuese a La Habana en 1974. ¿Qué simpatía pudo despertar en las autoridades cubanas el asesino de Trotski para que terminaran facilitándole la vida, con chofer incluido, hasta su fallecimiento? ¿Qué complicidad con Moscú obligó al gobierno cubano a aceptar tal desecho radioactivo del estalinismo?
A nada de esto contesta Padura. Nada de esto se pregunta en su novela. Pese a su fama de buen cronista periodístico, olvida hacer la averiguación primordial. Pese a su fama de novelista policíaco, se despreocupa del enigma.
Luego del asesinato de Trotski, El hombre que amaba a los perros, bien estructurada hasta entonces, se lee como una sucesión de epílogos que la hacen perder brío. Los paseos moscovitas del viejo Mercader junto a su antiguo tutor de la inteligencia soviética producen diálogos de mala novela histórica. Ambos recuentan sus campañas como historiadores, no como antiguos participantes. El develamiento de la biografía de Mercader se hace rebuscadísimo al exigir, además de los encuentros con Iván Cárdenas, un libro recibido misteriosamente, un manuscrito de Mercader en herencia y un narrador emergente que lo refiera todo. A lo que habría que agregar la frustración de la vocación literaria de Iván Cárdenas.
Porque, años antes de coincidir con el hombre que pasea a los borzois, Cárdenas sufrió un encontronazo con la censura política a propósito de su primer y único libro publicado. A causa de ello, abandonó la escritura, y esa vocación frustrada equivale en su biografía a la muerte en la de Trotski, al crimen en la de Mercader.
Padura reserva para la narración de estos hechos el mismo tono lamentoso que puede encontrarse en La novela de mi vida o en la serie del investigador Mario Conde. Cuando trata de tiempos cubanos más o menos recientes, las formulaciones a medias, el temor a rastrear causas y el pánico a otorgar responsabilidades lo inclinan a crear un ambiente lastimero, de autoconmiseración general. Es el horror que no osa decir su nombre. Con tal de ahorrarse averiguaciones riesgosas sobre el mal, el novelista convierte en pobres diablos a todos sus personajes.
Lo político resulta aclarable en La Habana de Tacón o en el Moscú de Stalin. En la Cuba posterior a 1959 esas aclaraciones se hacen hipocondría y meteorología. Algo anda mal, y habrá de ser cosa del metabolismo o del clima. La responsabilidad política se volatiliza (de ahí el huracán con que se inicia esta novela y los ciclones y tormentas de otras) o se encona: la úlcera de Mario Conde, la enfermedad terminal de la esposa de Iván Cárdenas… Chacharear con delectación de inválido sobre dolencias y corrientes de aire permite no caer en el diagnóstico, no enunciar las causas. Un hábito francamente contraproducente cuando el autor aspira a la novela de ideas.
(La relación entre clima político y meteorológico circuló hace unos años como parlamento de una pasajera, anciana y negra, en una guagua de La Habana: "¡Qué calor hace en este gobierno!". Frase con equivalente en el refranero italiano: "Piove, porco goberno".)
Igual que Trostki y que Mercader, Iván Cárdenas ha sido aplastado. Su caso, sin embargo, queda a medio investigar. Despierta interrogantes de poquísimo alcance, y ni siquiera el propio personaje parece sentir curiosidad por su vida. De manera que resulta depositario del secreto del anciano asesino y es incapaz de sacar de ese secreto las debidas conclusiones. No se atreve (varias veces alude al miedo) a extender hasta él mismo aquella historia.
Ramón Mercader e Iván Cárdenas se cruzan defectuosamente, no por lo inverosímil que puedan parecer sus encuentros o la confesión que media entre ellos, sino por lo infecundo de sus resultados. Tal como hiciera ya en La novela de mi vida, Padura desvía la atención del problema esencial. Distrae a sus lectores con el escándalo de que en Cuba fue ocultada la terrible historia del comunismo, y deja incontado el escándalo de cuánto se repitió (y repite) allí esa misma historia.
¿Qué iba a hacer, si quería publicar su libro dentro del país, si quería cumplir el sueño de aquella tarde en la Feria? No era recomendable entonces que formulara preguntas incómodas (así y todo, la novela contiene varias), habría de ser cuidadoso en sus investigaciones.
En tanto autor, Padura hizo algunas concesiones que le trajeron satisfacciones de distribuidor. Sacrificó expresividad literaria por dotar a su novela de una tranquilizante circulación nacional. Y después de traicionar a sabiendas la historia que contaba, pudo presumir de ello. Solamente así alcanza a entenderse su confianza en que "la forma en que estaba escribiendo este libro" le proporcionaría edición en el país.
Sin embargo, podrá convenirse en que la novela habrá de ser útil a quienes desconozcan en Cuba la verdadera historia del comunismo soviético. Y el autor no habría podido alcanzar a ese público de no haber apaciguado (que no complacido) a los censores. Pero una justificación así podrá valer para sociólogos, no para la crítica que se muestre más interesada en la formación de un libro que en la formación de un público.
En la nota de agradecimiento publicada al final de su novela, Leonardo Padura reconoció su intención de novelar cuán traicionada fue la gran utopía del siglo XX. Entendida de este modo, El hombre que amaba a los perros es la novela traicionada de una utopía traicionada.
(El asesino de Trotski, en una feria de La Habana, Diario de Cuba, marzo 2011)
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